Recurrir a la inteligencia no supone, tal como habitualmente se piensa, el ufanarse ante los demás de ser más hábil, más astuto en los negocios o en la política. Un estudio realizado por expertos de la Universidad Nacional arroja la conclusión de que en Colombia hay una ‘cultura mafiosa’, pero no entendida esta en el sentido tradicional del predominio de poderosos grupos criminales —como los hemos tenido—, sino en el hecho claro de que impera entre nosotros una cultura del atajo en la que cada quien busca su propio beneficio sin importar las reglas del juego ni el concepto de que debe primar el bienestar general sobre el particular. Es decir, una ‘cultura mafiosa’ en el sentido de que la generalidad de los colombianos suele procurar sus propios intereses en desmedro de los demás mediante engaño, trampa o ardid; y eso lo practican desde los más encumbrados personajes hasta aquellos que se apoderan de una esquina para vender llamadas por celular.

Si bien parece una exageración hablar de ‘cultura mafiosa’ para hacer referencia a prácticas indeseables como la indisciplina de los peatones en la calle, aspecto que mencionan los autores del estudio, es preciso reconocer que nuestra idiosincrasia se caracteriza por el ejercicio de hábitos o costumbres que corroen las instituciones y generan malestar en la sociedad. Pero cabría preguntarnos, más bien, si nuestra cultura es de tipo mafioso o si lo que tenemos es, simplemente, una incultura generalizada que le impide a la sociedad avanzar y resolver los conflictos por medios pacíficos.

Por culpa de nuestra incultura, al país le cuestan cifras millonarias las inundaciones resultantes de arrojar basuras a las alcantarillas, la atención hospitalaria de personas atropelladas a pocos metros de un puente peatonal o la informalidad de cientos de individuos que se apoderan del espacio público para ganarse la vida de las más diversas formas sin importar el perjuicio que causen. En todo ello prima la ley del mínimo esfuerzo.

La falta de respeto que caracteriza esta incultura en que vivimos, es fuente de desasosiego y conflictos que pocas veces se resuelven constructivamente. No nos importa incomodar a los vecinos con el alto volumen de un equipo de sonido en la madrugada, no nos importa colarnos en una fila y las normas de urbanidad, en general, nos resultan, cuando menos, anticuadas.

Somos una sociedad que desconoce sus responsabilidades con displicencia y soberbia. Nos importa un pito el daño que podamos causar conduciendo borrachos. Nos importa un rábano llenarnos de hijos porque, además, creemos que papá Estado debe proveer las necesidades que los progenitores no advirtieron. No nos gusta pagar impuestos ni reconocer los derechos de autor comprando lo original. Damos dádivas al agente de tránsito para que olvide la infracción o al burócrata para que nos agilice un trámite y si nos podemos conectar ilegalmente a los servicios públicos, tanto mejor.

Cuando uno se pregunta cómo se ha llegado al desarrollo en otros países, incluso al logro de una convivencia pacifica, se llega a la conclusión incontrovertible de que todo se debe a la cultura de esas sociedades, expresada en prácticas deseables. Los países más desarrollados y las civilizaciones más avanzadas se caracterizan por el cumplimiento estricto de normas tanto tácitas como expresas, entre las cuales las primeras advierten mejor el nivel de desarrollo de esa comunidad puesto que se cumplen por convicción y no por miedo a las sanciones. Entre ellas están la puntualidad, el orden o la limpieza.

En Colombia no hay un propósito nacional que nos una como Nación sino que somos una colcha de retazos que naufraga en el ‘sálvese quien pueda’. La pobreza -y todos nuestros males- es hija legítima de malas prácticas culturales, todas las cuales tienen que ver con la desidia y el facilismo: no estudiar, llenarse de hijos, tener afición por el licor y las drogas, no ahorrar, etc.; y, del otro lado, la corrupción, el clientelismo, las influencias. Bastaría con corregir en la fuente estos vicios para observar cambios sustanciales pero aquí todavía se cree que ‘cultura’ es folclor y que hay que preservarla cuando lo que se requiere es una educación que la transforme.

No en vano en nuestra (in)cultura han florecido males como el narcotráfico. Eso no es gratuito. Tal parece que los autores de este estudio descubrieron el agua tibia, ojalá entraran a proponer soluciones.

Publicado en el periódico El Mundo, el 7 de abril de 2008

Posted by Saúl Hernández

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