Pensar en las nuevas generaciones debería ser el mayor afán del país, pero lamentablemente vemos a diario que las amenazas que estas afrontan son críticas para su formación, por lo que aflora una grave duda acerca de lo que va a surgir de ahí: el hombre y la mujer colombianos del segundo cuarto del siglo. Veamos tres casos:

El primero. La Corte Suprema de Justicia (¡otra vez la Corte!) acaba de transmutar un caso de abuso sexual cometido en menor de nueve años en una simple injuria. Un tendero sujetó a una niña por la fuerza, la llevó a la trastienda, le palpó los glúteos, la besó abusivamente (introduciéndole la lengua) e intentó violarla sin lograr consumar el acto porque ella pudo escapar. Sin duda, hay que ser muy cínico para negar la gravedad del episodio y la incuestionable connotación sexual del abuso que -¿cómo saberlo?- podría haber tenido por colofón el homicidio de la menor.

Además, muy irresponsable la Corte al darle patente de corso a un depravado que repetirá estos hechos en el futuro. Ahora, como nadie escarmienta en cuerpo ajeno, me pregunto si la CSJ hubiera tomado la misma determinación en el caso de que la niña fuera hija de un magistrado… yo lo dudo mucho. Más graves aún son los argumentos que expone el alto tribunal -superando la competencia de los magistrados porque no es su área de conocimiento- en el sentido de que la formación sexual de la menor no se verá afectada por el hecho. Es decir, mañana van a aducir que si un bebé no recuerda el abuso, no hay delito. Esa jurisprudencia es un sabotaje al propósito de la sociedad civil de darles cadena perpetua a estos monstruos.

Segundo caso. Apenas en los años ochenta, la formación de los jóvenes en la casa y el colegio era más estricta, sin que ello significase maltrato físico o sicológico; aquello de que «la letra con sangre entra» era cosa del pasado. Sí, había maestros amargados, un poco tiranuelos y humillantes, pero en general se aplicaba una sana disciplina, sin abusos graves. ¿Qué vemos ahora? Los muchachos hacen lo que les da la gana: no estudian ni hacen tareas porque al tenor del Decreto 230 del 2002, hay que regalarles el año; maltratan e irrespetan a los profesores y compañeros; no asisten a clases y, si lo hacen, se dedican a hablar por celular, a jugar play o a escuchar iPod, etc.

No es mera casualidad que el quiebre se haya dado con la Constitución del 91, de la que se desprende el ‘derecho’ de los menores de hacer lo que les dé la gana en aras del libre desarrollo de su personalidad; o sea, el dejar que los jóvenes se formen en estado de naturaleza o que se deformen a sí mismos. Y el resultado es el incremento de los delitos de menores y el ascenso de una generación anárquica que se considera inimputable, que repudia las figuras de autoridad y no tiene respeto por las normas. De valores, ni hablemos.

Tercer caso. Estos jóvenes, ya inútiles en aras del libre desarrollo de su personalidad, y muy maleables, llegan a una universidad pública dirigida por algún drogadicto -¡vaya méritos!-, a oír arengas de personajes con capuchas y turbantes que deberían estar en la cárcel, no sólo por hacer apología del delito sino por la clara evidencia de que comparten las ideas de los grupos terroristas, defienden su accionar y trabajan por ellos. Luego, blanco es y frito se come.

Diversos estudios (como el de la Corporación Rand: Urban Battle Fields of South Asia, 2004) señalan la gran importancia de las universidades en el reclutamiento de adeptos por parte de organizaciones ilegales. Se sabe que esos encapuchados son guerrilleros infiltrados en tareas de reclutamiento y que ejecutan actos terroristas en las ciudades. Las capuchas no son tanto para garantizar la libre expresión y proteger la vida de quienes las usan como para someter las ideas y la vida de los otros.

Con estos tres males basta para acabar un país; son un virus letal para cualquier sociedad. ·

Publicado en el periódico El Tiempo, el 16 de septiembre de 2008.

Posted by Saúl Hernández

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