Muchos deben recordar las marchas multitudinarias que hubo en España en 1997, en protesta por el asesinato —cometido por ETA— de Miguel Ángel Blanco Garrido, concejal de un pequeño pueblo de Vizcaya. En Colombia, cientos de concejales han sido asesinados en los últimos 20 años sin producir siquiera un titular de prensa en primera página y, mucho menos, sin constituirse en motivos de protesta o cambiar en lo más mínimo el devenir nacional. A Luis Carlos Galán, un contubernio entre mafia y política, lo asesinó un viernes, y al domingo siguiente el país entero estaba consagrado al partido de fútbol de la selección Colombia en Barranquilla, en busca de la clasificación al Mundial de Italia.
Hemos vivido anestesiados. A las presentes generaciones de colombianos sólo nos han tocado tiempos de violencia y desgobierno entrelazados con cortos periodos de aparente tranquilidad. Podría decirse que tenemos costumbre, que hemos hecho callo en el alma ante unos hechos y realidades que en otras latitudes serían perturbadoras; por tanto, se nos señala —y nos autoincriminamos— de ser indiferentes. Sin embargo, también podría decirse que esa actitud ha sido un mecanismo de defensa que nos ha permitido seguir una vida normal: mientras Pablo Escobar desataba la más fuerte oleada terrorista en ciudades como Medellín y Bogotá, la gente continuó sus actividades rutinarias casi sin variación alguna; trabajando, estudiando, divirtiéndose.
Solemos utilizar otro mecanismo de defensa aún más cruel: si secuestran a alguien se le inculpa por tener mucho dinero; si asesinan a otro, ‘quién sabe en qué enredo andaba’, o ‘nadie lo mandó a meterse con esa gente’… y así. Es decir, para subsistir a pesar del miedo, para que la desconfianza y el desasosiego no nos paralicen, para que tanta desventura no nos intimide, le atribuimos la culpa a las víctimas para así creer que la cosa no es con nosotros o con nuestras familias, porque ‘uno no anda metido en cosas raras’ ni es una presa atractiva para los delincuentes porque —decimos— ‘uno no tiene nada’.
Tal vez, si hace tiempo hubiéramos comprendido aquella reflexión que se le atribuye a Bertolt Brecht —su verdadero autor es Martin Niemoeller— que dice “primero vinieron por los comunistas…”, a lo mejor nos hubiéramos ahorrado muchas desgracias y podríamos haber conformado una sociedad más igualitaria y justa que a estas horas nos llevaría años luz de ventaja en materia de desarrollo y, sobre todo, de paz, de ese sosiego que se vive en muchos países aunque haya algún grado de pobreza y de exclusión. Tan lejos ha llegado este cuadro cataléptico colectivo, este letargo, este adormecimiento de nuestras gentes que en repetidas encuestas figuramos como el pueblo más feliz del mundo, como las personas más dichosas y satisfechas, acaso porque eso produce el saberse vivo entre tanta violencia y el sobrevivir el día a día sin un rasguño, a pesar de la bomba en la ciudad, del secuestro en la carretera, de la masacre en la vereda, de la balacera en el barrio.
No obstante, esos mecanismos no pueden ser permanentes en el imaginario del individuo. Algún día nos teníamos que cansar y cada vez somos más los que no admitimos la opción de la indiferencia ante quienes no atienden a la naturaleza del pacto social, que no es una alternativa más o una opción que se toma o se deja a voluntad, y mucho menos una atadura que enmarca una tiranía cuando lo que hay es una democracia cada vez más profunda. Entonces, no hay más espacio para la indiferencia hacia los actos violentos pero tampoco hacia el Estado que osa incumplir con sus deberes primordiales, tanto el de proteger a los ciudadanos como el de mejorar las condiciones de vida de todos.
La marcha del 4 de febrero —contra las Farc, contra el secuestro—, al originarse por iniciativa ciudadana, es la simiente del despertar de los colombianos, del fin de la indiferencia y el comienzo de una etapa de mayor participación ciudadana y de manifestaciones sustantivas no tendenciosas que deberán llevarnos a un estadio de paz y prosperidad que los colombianos no hemos conocido pero que merecemos y que vendrá cuando entendamos que nuestro bienestar es responsabilidad de todos y cada uno de nosotros.
Y, con esas marchas, cada uno se hace responsable, con su asistencia, de su propio rechazo a los violentos. Porque no basta ya con un repudio sobrentendido sino que es la hora de levantar la voz antes de que vengan por nosotros, por cada uno, y sea ya demasiado tarde. ·
Publicado en el periódico El Mundo, el 28 de enero de 2008
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