Tanto el descalabro de Obama, por el desencanto al que han llegado los gringos con su gestión, como la derrota de la Proposición 19 estaban cantados. El 56 por ciento de los votantes de California le dijo no a la legalización de la marihuana. En el artículo anterior nos centramos en la tesis de que legalizar no garantiza que la violencia de las mafias se acabe; más bien, hay indicios de que los violentos se desplazarían a otras áreas de la economía en pos de ganancias fabulosas mediante procedimientos ilícitos y violentos. De manera que con legalizar no basta y menos si se hace solamente con la marihuana.

Mirando el asunto desde el ámbito de la salud pública, deben estar satisfechos los partidarios de la legalización con el artículo oportunista de la revista científica Lancet, en el que sin hacer mayores precisiones se declara al alcohol como la droga más peligrosa de todas, por encima de la heroína, la cocaína, el crack, las anfetaminas y la marihuana. Lo que dicen los ‘expertos’ que elaboraron el informe, es que el alcohol provoca más daños y costos sociales en términos brutos, pues el universo de consumidores de alcohol y de tabaco es infinitamente superior al de consumidores de heroína, por ejemplo, pero no se atreven a preguntarse qué ocurriría si se igualaran los consumos de heroína y alcohol, o de crack y cigarrillo. Es una insensatez creer que los efectos de unos y otros son equiparables.

Por eso, flaco favor le hacen estos señores a la juventud de todo el mundo al ocultar la gravedad de las drogas sicotrópicas comparándolas con un vino o un cigarrillo. Eso no implica negar que el consumo de alcohol tiene una alta incidencia en la accidentalidad vial, básicamente, y en la violencia domestica, y que el tabaquismo mata miles de personas al año por diferentes formas de cáncer. Pero, que se sepa, nadie cae en estados alterados de conciencia por tomarse una copa o fumarse una cajetilla, ni pierde sus habilidades para socializar, estudiar o trabajar de la manera arraigada en que le ocurre a los drogadictos. Y ni qué decir cuando toda una comunidad se entrega a las drogas.

En el siglo 19, las potencias de la época, Gran Bretaña, Francia y Portugal, encontraron un camino propicio para doblegar a los chinos, con quienes tenían un profundo déficit comercial: los aficionaron al opio, intercambiándolo por sus mejores sedas, porcelanas y el apreciado té, lo que desembocó en las ‘Guerras del Opio’. Es memorable la famosa carta que un funcionario chino, Lin Hse Tsu, le envió a la Reina Victoria, pidiéndole que no les mandara más opio: “Anteriormente, el número de fumadores de opio era reducido; pero ahora el vicio se ha extendido por todas partes y el veneno va penetrando cada vez más profundamente (…) He oído decir que en vuestro país está prohibido fumar opio. Ello significa que no ignoráis hasta qué punto resulta nocivo. Pero en lugar de prohibir el consumo, valdría más que prohibieseis su venta o, mejor aún, su producción…”.

El columnista Alfredo Rangel nos recuerda (Semana, 31/10/2010) las preguntas que se hacía el economista Milton Friedman sobre la penalización de las drogas: “¿cómo llamar delito a un hecho en el que ningún tercero es víctima? ¿En nombre de qué principio el Estado castiga a un individuo que no ataca a nadie, sino a sí mismo? ¿Acaso el Estado sabe mejor que el individuo lo que es bueno o malo para ese individuo?”. Son meros sofismas. En el consumo siempre hay terceros que son víctimas, y el Estado (que somos todos) sabe qué es bueno o malo para el individuo y para la sociedad, no simplemente en términos morales, claro.

Es dable considerar que el Estado no debe castigar a un individuo que es valorado como un enfermo así como no castiga a quien comete un intento de suicidio, pero es curioso que a este le impidan por la fuerza cumplir su cometido mientras se califica como una intromisión del Estado impedir que alguien se inyecte heroína. El hecho es que el Estado no puede permitir la expansión desorbitada del consumo porque al desbordar la esfera de la salubridad, es la estabilidad misma del todo social la que se pone en riesgo. Hasta las dictaduras de izquierda, que han surgido de la anarquía, saben que es así.

La legalización de las drogas solo traería ínfimos beneficios: el que los adictos no estén más a merced de los distribuidores de drogas, quienes venden a altos precios, bajos niveles de pureza y en dudosas condiciones de higiene. También evitaría que sufran riesgos en su integridad: según una consumidora frecuente, “meterse a una ‘olla’ es correr peligro de muerte, atraco o violación”. Por eso, tal vez es necesario buscar un punto medio entre permisividad y prohibición, pero con un mecanismo que esté bajo control estatal.

Publicado en el periódico El Mundo, el 8 de noviembre de 2010

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Posted by Saúl Hernández

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