Hace unos meses, el Banco Mundial reconoció la efectividad del plan Familias en Acción para combatir la pobreza en la administración de Álvaro Uribe. La noticia pasó casi desapercibida en los medios pero, en las redes sociales, muchos antiuribistas no tardaron en desacreditar a la entidad que emitió el concepto y al programa en sí, puntualizando que el asistencialismo genera dependencia y perpetúa la pobreza.
Si bien es cierto que es mejor enseñar a pescar que regalar el pescado, esas críticas son curiosas viniendo de quienes vienen. Hay que recordar que, en un comienzo, el gobierno de Uribe era fustigado por “carecer de política social”, cosa que no era verdad pero que llevó al gobierno a incrementar el gasto en esa materia hasta tal punto que comentaristas como Lucho Garzón lo señalaron de comportarse “como si fuera Sor Teresa de Calcuta, regalando plata que no es de él…”.
Lo extraño es que Garzón, como Alcalde de Bogotá, puso en práctica un asistencialismo verdaderamente ramplón que no contemplaba el esquema de transferencias condicionadas como sí lo hizo el gobierno nacional. Es que a la izquierda no le gusta reconocer la utilidad de la inversión social ponderada que hacen otros, y siempre está en liza de presionar a gobiernos democráticos a que incurran en excesos que ellos no cometieron, como sucede hoy en Chile, donde los comunistas han armado una revuelta para exigir la gratuidad en la educación que la llamada Concertación, a sabiendas de que esas demasías populistas se pagan caro, no se atrevió a establecer en casi 20 años de gobierno.
Y esto es insólito porque la izquierda no se limita a reclamar este tipo de políticas sino a cultivar sus excesos hasta reventar las arcas, como han hecho los europeos con el Estado de Bienestar. Es claro que tiene que haber límites al asistencialismo; si no se practica con criterios de sostenibilidad pasan cosas tan absurdas como los disturbios de Londres, que no son por pobreza ni por falta de oportunidades como muchos creen. Un diario inglés, el City Journal, los definió como “la apoteosis del Estado de bienestar».
Al respecto, el siquiatra Anthony Daniels explica que los alborotadores de Londres son «una población que cree que tiene derecho a altos niveles de consumo con independencia de su esfuerzo personal; y que si no consigue alcanzar esos niveles en comparación con los demás, lo percibe como una injusticia. Se ven a sí mismos como despojados, incluso a pesar de que cada uno de sus miembros ha recibido una educación que ha costado 80.000 dólares, por la que ni él ni probablemente ningún miembro de su familia ha hecho mucho por contribuir. E incluso si fuera capaz de reconocer eso, no significa que vaya a mostrarse agradecido, porque la dependencia no crea agradecimiento. Al contrario: simplemente sentiría que las subvenciones no son suficientes para permitirle vivir como quisiera» (El País, 14/08/2011).
El objetivo del asistencialismo es sacar gente de la pobreza pero se hace tan cómodo estar ahí que muchos no quieren hacer el esfuerzo adicional que se requiere para salir. Nadie quiere un trabajo formal si eso implica perder el Sisbén. Hoy, muchas familias tienen educación gratis para sus hijos, alimentación gratis y hasta guarderías de lujo, y no hay claridad de hasta dónde va eso, porque en algún momento el bus para y la gente tiene que bajarse.
¿Se está fomentando una generación que no valora el esfuerzo personal y que terminará convirtiéndose en una pesada carga para un país en desarrollo? ¿Serán estos los ‘indignados’ de mañana que saldrán a protestar cuando la realidad fiscal le ponga cortapisas al asistencialismo?
(Publicado en el periódico El Mundo, el 29 de agosto de 2011)
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