El Gobierno y las Farc anunciaron haber logrado un acuerdo en el tema de la tierra pero con “salvedades” sobre las que deberán regresar antes de firmar el acuerdo final. Es decir, no hay ningún acuerdo; solo se trata de una declaración conjunta, dirigida a la galería, para que la opinión pública recupere algo de credibilidad hacia un proceso que cumplió seis meses sin arrojar humo blanco.

Y, como si fuera poco, hay quienes lo rotulan de “histórico” cuando ni siquiera se conocen los detalles, la esencia, la letra menuda. Lo divulgado no es más que un retórico recetario de buenas intenciones, un listado de promesas, proyectos e ideas que podrían hacer parte del programa de gobierno de cualquier administración, lo cual, como bien sabemos, es algo de fácil enunciación pero de engorrosa ejecución. Para la muestra, el fracaso rotundo de la gestión de Gustavo Petro, quien solía autoproclamarse como poseedor de las soluciones a todos los problemas.

A la postre, se trata, ni más ni menos, que de un sartal de perogrulladas: ¿a quién no le interesa proveer a los campesinos de agua potable, saneamiento rural, vivienda digna, créditos ágiles, subsidios a la producción, infraestructura, salud, educación, asistencia técnica, facilidades de mercadeo, etc.? Aquí no hay nada nuevo, la erradicación de la pobreza es el objetivo de toda democracia y todo eso es lo que intenta cada gobierno con mayor o menor éxito. Pero, ojo, que para llevar a cabo tan deseables políticas se requiere de décadas y de cuantiosos recursos que, a su pesar, no garantizan el éxito ni que ello no pueda arrastrar al país a un fracaso general.

El gran meollo del asunto está en lo que nos están ocultando, como son los detalles atinentes a las zonas de reserva campesina y a que las Farc han sido enfáticas en su pretensión de acabar con los latifundios, sean productivos o no. Todas las bellezas que se contemplan en este acuerdo apuntan a crear un modelo de país basado en la producción agropecuaria de carácter minifundista, sin tecnificación. De ahí que algunos ‘expertos’ vengan sentando falacias teóricas sobre una supuesta mayor productividad de los minifundios que de los grandes desarrollos agroindustriales, lo que es simplemente absurdo pero sirve a los intereses de la subversión.

Y esta no es la única falacia sobre la que se asienta este acuerdo; todo esto se apoya en unas bases deleznables que no pueden dar como resultado nada distinto a un enorme desengaño.

En primer lugar, el campo no es el origen de la “guerra”, ni es causa objetiva del conflicto. Ese es un viejo artilugio de la izquierda para justificar las aberraciones cometidas por las guerrillas. La pobreza no puede excusar la violencia ni la revolución; si así fuera, las rebeliones serían pan de cada día en todos los puntos cardinales. No, nuestras guerrillas son un producto de la guerra fría, del expansionismo soviético en Latinoamérica, y su esencia es netamente ideológica. Por cierto, el comunismo no combate la pobreza sino la riqueza, buscando así igualar las carencias para crear una atmósfera ilusoria de justicia.

En segundo lugar, las propuestas comunistas para el campo nunca han sido buenas. Mao Tse Tung provocó una hambruna monumental en China que dejó 30 millones de muertos. Cuba ya no produce nada a pesar de que Castro solía afirmar que iba a llenar la bahía de La Habana con leche y miel. Hoy la dieta de los cubanos es digna de faquires. Y ya vemos lo que está sucediendo en Venezuela: no es que el papel higiénico se agote por estar comiendo más; la verdad es que faltan cosas tan básicas como la harina para hacer arepas, el más típico alimento de ese país.

En tercer lugar, es más que una triste paradoja el hecho de que este acuerdo se pacte con los mayores victimarios del campo. De hecho, el factor que más contribuiría con el florecimiento del sector agropecuario sería la desarticulación de las Farc, el mayor generador de violencia en el sector rural. Las cifras lo dicen todo:  la guerrilla es el primer despojador de tierras —y causante de desplazamientos— con un millón de hectáreas, el 36,25%, seguida de los paramilitares con el 32,46%. Todos sabemos que las Farc han sido un azote apocalíptico para el campo colombiano con sus asesinatos, extorsiones, secuestros, actos terroristas, reclutamientos forzados, minas antipersonal, cultivos ilícitos y demás. Entonces, es una grotesca ironía creer que se puede pactar con el diablo la redención de los campesinos.

En cuarto lugar, queda flotando en el ambiente la pregunta de que si todas esas ideas son tan maravillosas, ¿por qué Santos no las implementó para poner a rodar a todo vapor su atascada locomotora agropecuaria? Ello no parece acorde con la inacción de un gobierno que ha provocado paros de los cafeteros, los cacaoteros y los paperos, y que está expuesto a nuevas protestas de varios sectores como los arroceros, los lecheros, los porcicultores, los palmicultores, los azucareros y los maiceros («Estamos en vísperas de más protestas», El Espectador, 21/05/2013).

Cuando elegimos a Santos, creímos que tenía suficientemente claro que su misión era la de terminar de desactivar a las Farc, pero nos encontramos con que su obsesión es empoderarlas como la mayor fuerza política del país. ¡Ah sorpresas que nos da la vida!

(Publicado en Periódico Debate, el 2 de junio de 2013)

Posted by Saúl Hernández

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