Si hay algo que caracterice a las dictaduras es el hecho de que en ellas se hace lo que le dé la gana al tirano, pasándose por la faja los aburridores formalismos que dan apariencia de democracia. Un ejemplo, para no ir muy lejos, es el de impedir el referendo revocatorio de Venezuela, al que sutilmente le venían dando largas para que Maduro pudiera dejar en el cargo a su sucesor y no fuera necesario llamar a elecciones, asegurando la permanencia del chavismo en el poder. Y, como dijera Echandía, “¿el poder para qué?”, pues para quitarse la careta y quedar como lo que son: payasos siniestros que asustan a toda la región.

¿Habrá muchas diferencias con lo que ocurre en Colombia? Cuando Santos dice que tiene facultades para decidir cómo implementar los acuerdos con las Farc, que el nuevo acuerdo estaría listo antes de terminar noviembre o que está pensando cuál sería el mecanismo de refrendación que menos polarice al país, lo que da a entender es que se mantiene firme en su intención de desconocer la decisión soberana que se expresó en el plebiscito.

En Cuba, el cónclave de los delegados de las Farc y el Gobierno es una reunión de yo con yo porque Santos optó por ser vocero de la subversión y no del resto de los colombianos, y siguen negociando como lo hicieron durante seis años, a puerta cerrada, de espaldas al país. Nadie sabe a ciencia cierta qué se está cocinando, pero huele a ‘recalentao’. Difícil creer otra cosa cuando encabezan un comunicado conjunto con una inquietante declaración de principios: “ratificamos que el Acuerdo Final (…), firmado el 26 de septiembre de 2016, contiene las reformas y medidas necesarias para sentar las bases de la paz y garantizar el fin del conflicto armado”. ¿Por qué no se refieren a él, más bien, como el ‘Acuerdo Final rechazado por los colombianos el 2 de octubre’?

Abundan los indicios, pues, de que no hay que esperar cambios sustanciales, apenas lo cosmético. Ya un experto –de buena fe– les hizo el favorcito de desbrozar el texto de toda esa charlatanería barata del lenguaje incluyente, con lo que el Acuerdo Final quedaría con 100 páginas menos. Y un buen redactor podría darles una mano para hacer comprensible el resto, de manera que su lectura sea digerible. Solo con eso lograrían el beneplácito de muchos colombianos, mas no de los que deseamos cambios reales en los acuerdos.

Incluso, el acuerdo podría hacerse entendible para los magistrados de las altas cortes, que apenas se hicieron sentir dos semanas después del plebiscito. Que la Rama Judicial venga a estas alturas a dar sus opiniones sobre la Justicia Especial para la Paz es como para echarse a llorar. ¿Por qué no hablaron antes? ¿Qué tal si hubiera ganado el Sí? Lamentablemente, no se trata de una reacción espontánea; como en cualquier dictadura, la separación de poderes en Colombia es ya un espejismo.

Todo apunta, entonces, a que Santos va a implementar los acuerdos que le den la gana y que no los someterá a un nuevo plebiscito porque el convenio se mantendrá en los mismos términos en lo que a temas gruesos se refiere, por lo que volvería a perder en las urnas con consecuencias insospechadas. Una de ellas es que tamaño fracaso dejaría en la cuerda floja al Presidente de la República, con una crisis de gobernabilidad tan grande que su renuncia sería una patriótica necesidad.

Aun así, no puede entenderse el riesgo de volver a perder como una excusa para remedar los comportamientos dictatoriales del vecino. Eso le queda bien a un chofer de buseta, pero no a un nobel que es alojado en el palacio de la reina de Inglaterra. Ahí tiene una oportunidad de demostrar que esto no se va a volver Venezuela.

(Publicado en el periódico El Tiempo, el 1 de noviembre de 2016)

Posted by Saúl Hernández

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