El 4 de febrero de 2008, millones de personas marcharon en decenas de ciudades de Colombia y otros países bajo la consigna de ¡No más Farc! Fue una manifestación apoteósica en la que por primera vez se rompió radicalmente la usual indiferencia de los colombianos. ¿Por qué tantas personas se sumaron a esa protesta? ¿Por qué no se ha logrado reeditar una marcha de esas proporciones si ha habido condiciones similares?
En ese entonces, la opinión pública colombiana llevaba décadas de hartazgo con las Farc, un hastío profundo que se veía constreñido por el miedo. Hasta la llegada de la seguridad democrática no había condiciones para la protesta porque el Estado no podía garantizar la seguridad de todos frente a una guerrilla vengativa, siempre presta a cobrar retaliaciones. El descontento se pudo expresar tan solo desde la intimidad del cubículo.
Así, en 2002, dimos un mandato inobjetable para que el Estado recuperara el control del orden público en toda la geografía nacional. Cuatro años más tarde, esa política fue refrendada con una votación aún mayor. Incluso, en 2010, el mandato fue el mismo, pero el país vivió la mayor traición de la que pueda ser víctima una democracia: elegirse con unas tesis y gobernar con las contrarias; una felonía que supone un verdadero golpe de Estado.
La marcha del ¡No más Farc! fue como una válvula de escape por la que salió sin temores tanta indignación contenida, ya con la seguridad de tener unas instituciones fortalecidas y unas Fuerzas Militares y de Policía robustas y tonificadas por el heroísmo de la mayoría de sus integrantes, grandes avances que hoy, casi una década después, se han deteriorado y están en riesgo de perderse por completo.
En efecto, estamos afrontando momentos difíciles, el futuro de los colombianos está ad portas de hundirse en una aventura totalitaria de esas de las que solo se puede salir muchas décadas después y en las peores condiciones imaginables. A ese estado de cosas nos ha llevado el loable afán de perseguir el azaroso espejismo de la paz; error en el que hemos incurrido por acción o por omisión, pues, a la larga, todos, de una u otra forma aunque en diferente medida, seremos responsables del resultado.
Muchos se preguntan si marchar sirve de algo, si protestar sirve de algo. Con marchas y protestas cayeron varios gobiernos dictatoriales del norte de África y Oriente Medio, en lo que se ha denominado como la ‘primavera árabe’. En el vecindario, el caso más aleccionador es el de Dilma Rousseff, donde la gente gritaba en las calles “Brasil no es Venezuela”, y no se puede olvidar que, en Ecuador, Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez perdieron el poder por la vía de la protesta callejera.
Valga recordar que algunos de los que estaban secuestrados por las Farc en momentos de aquella memorable marcha manifestaron que fue como un terremoto para esa organización, que los notaron sobrecogidos, desconcertados. Casualidad o no, a los pocos días cayó ‘Raúl Reyes’ en Ecuador, ‘Iván Ríos’ fue asesinado por alias ‘Rojas’ y el viejo ‘Tirofijo’ murió asustado por las bombas que cada vez se acercaban más. A cinco meses de la marcha, el Ejército le arrebató a las Farc los secuestrados con los que venían extorsionando a todo el país, sin disparar un solo tiro, como aconseja Sun-Tzu. El enemigo fue derrotado. Fue el annus horribilis de las Farc.
En 2010, sin embargo, metimos un caballo de Troya a la Casa de Nariño. Nos engañaron, y hay que aceptar que nos equivocamos. Ahora tenemos la responsabilidad de enmendar el error, de corregirlo, de convertirlo en una anécdota para la Historia. Motivos para marchar este 1º de abril los hay de sobra porque este gobierno es execrable y prácticamente no se salva en ningún aspecto. Pero el más importante es el de oponernos a la entrega del país al comunismo. Esta podría ser nuestra última oportunidad: ¡todos a la calle!
(Publicado en el periódico El Mundo, el 27 de marzo de 2017).
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