Las marchas estudiantiles de la semana pasada dejaron, aunque con matices, el mismo sinsabor que provocan estas protestas desde hace décadas. Y esto porque es casi imposible no percibir que, más allá de defender la educación y –con ella– la posibilidad de que cualquier colombiano se empodere de su futuro, hay un tufillo de izquierdismo trasnochado que a voz en cuello exige “universidad pública y gratuita”, lo que es una evidente negación de los principios de propiedad privada e iniciativa individual en que se funda el liberalismo económico que tanto detestan los ‘progres’, a pesar de ser la doctrina que verdaderamente ha llevado progreso a los pueblos.

La actitud de muchos estudiantes en las marchas no es simplemente contestataria, sino decididamente anarquista. Los actos vandálicos cometidos contra la sede de una empresa radial, los mensajes pintados en edificios y vehículos, las consignas expuestas en pancartas, camisetas o a viva voz, y toda la parafernalia en general, incluyendo banderas de ‘la’ Farc y el M-19, son conductas agresivas y violentas no solo contra las autoridades legítimamente constituidas, sino contra toda la sociedad, que siente poca empatía por esta faceta del estudiantado. Por fortuna, esta vez los ataques al Esmad no fueron tan graves.

La pregunta clave es: ¿qué quieren los estudiantes? ¿Será verdad que quieren defender la universidad pública, como dicen, o tan solo se trata de una pulseada con un gobierno inexperto que tiene muchas ganas de agradar y hacer las cosas bien? Un gobierno al que le quieren medir el aceite achacándole, en sus primeros dos meses, culpas que no le cobraron a una administración que estuvo ocho años. Y eludiendo, además, que el rubro de educación tendrá el presupuesto más alto de 2019 y será la mayor partida de la historia del país en cualquier ámbito, si bien no todo es para la educación superior.

El estudiantado mantiene el mito de que a los dirigentes del país no les conviene que la gente estudie por un supuesto temor a perder el poder. Una idea peregrina tras la que se enmascara la diferencia entre educación y adoctrinamiento. La buena educación es rentable para cualquier nación y sus dirigentes porque crea riqueza y genera crecimiento económico. Otra cosa es que algunos pretendan que la educación superior sea para difundir ideologías abyectas, amparados en eso que llaman ‘libertad de cátedra’. Por eso es que quienes pueden elegir, como ocurrió con los pilos, prefieren estudiar en las universidades privadas y no en las públicas.

Así como la salud, con sus problemas, llegó a una cobertura del ciento por ciento cuando antes de la Ley 100 apenas cubría al trabajador y los gastos de maternidad de su cónyuge (menos del 20 por ciento de cubrimiento), en educación superior se requiere incrementar los cupos y facilitar la financiación para alcanzar los niveles de la Ocde. Dice Jorge Iván González que “mientras que en Colombia 26 % de la población entre 25 y 34 años de edad ha alcanzado algún nivel de educación terciaria, en los países de la Ocde la relación es de 41 %” (‘La República’, 12/10/2018).

Esa es una meta medible, deseable y realizable en el mediano plazo. Y eso es lo que podría dialogar el gobierno de Duque con los estudiantes, mostrándoles cómo su visión apunta hacia ese tipo de metas y a qué logros se puede comprometer en su cuatrienio. Pero lo que no puede hacer es correr a hacerles concesiones que serán interpretadas como un signo de debilidad. Aumentó el presupuesto en 500.000 millones y la respuesta de los universitarios fue iniciar un paro estudiantil con el que pretenden más conquistas. Pero educarse no es simplemente cuestión de plata.

(Publicado en el periódico El Tiempo, el 16 de octubre de 2018).

Posted by Saúl Hernández

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