Los seres humanos, dentro de unos límites lógicos, tenemos derecho a decidir entre muchas opciones, hacer lo que nos plazca, siempre y cuando respetemos las libertades de los demás. Una de las cuestiones que más respeto merece es la elección que cada cual haga de su religión. Por eso la nueva Constitución —que no ha servido de mucho pero es mejor que la vieja— ampara la libertad de cultos.
Ya la Constitución no figura en nombre de Dios, como la de 1886, ni el país está legalmente consagrado al Corazón de Jesús. Se puede adorar al diablo siempre y cuando no se involucren delitos, igual que declararse mormón o ser un hare-krishna. Sin embargo, el país sigue siendo católico, en su mayoría, por tradición o por fe, aunque en realidad lo que hay es un sincretismo religioso: una revoltura de creencias que se le respetan a cada cual.
Así, el escapulario de María Auxiliadora se remplaza por un cuarzo o una piedra de obsidiana, las muchachas prenden velas moradas junto al velón que la mamá le prende a San Cayetano y la gente que necesita un golpe de suerte hace la novena de San Ramón Nonato y se baña con las siete hierbas durante siete días, después, claro, de hacerse leer la baraja, el chocolate o el cigarrillo.
Eso pasa porque la Iglesia Católica —a pesar de sus Concilios— se trasnochó como un arroz con pollo, de esos que sobran en los paseos y al otro día se desayunan con salmonelosis. Un país como el nuestro no podría terminar de agradecerle a la Iglesia lo que ha hecho en materia de educación y en otros campos, pero a esa institución le pesa como plomo la sombra sectaria de espeluznantes figuras como Miguel Ángel Builes, el monseñor que decía que matar liberales no era pecado y que éstos estaban condenados «desde en vida».
Para gracia, dijo el Papa hace poco que no existe cielo, ni infierno, ni purgatorio, que son estados del alma. En un dos por tres desbarató gran parte de los fundamentos de la Iglesia. Nada raro que en poco afirme que María no era virgen y que Jesucristo no resucitó al tercer día. No se sabe si es demencia senil tardía —como la de López Michelsen— u otra cosa; en su infalibilidad, don Juan Pablo II sabrá lo que hace.
A quienes aún son católicos se les respeta su elección pero no hay derecho a que la Iglesia se meta a pisotear el derecho a la justicia con ese cuento del jubileo. Monseñor Alberto Giraldo Jaramillo quiere que se rebajen por lo menos el 40 por ciento de las penas y se atreve a pedir que sea la mitad porque debe causar ‘júbilo’, alegría… ¿Es jubiloso soltar al que violó una señora en una buseta, al que mató a Andrés Escobar, al que degolló a Perico de los Palotes?
Para los presos y sus familias es esperanzador, máxime para quienes son inocentes, pero aquí la descongestión de cárceles debe lograrse construyendo más penales e imponiendo la pena de muerte para delitos graves, no soltando a los presos con argumentos baladíes como los dos mil años de la era cristiana. Me hace acordar que por una tradición festiva, el embajador de Roma en Judea, el doctor Poncio Pilato, decidió soltar un reo y puso a la gente a escoger entre Jesús de Galilea, predicador profesional, y Barrabás, truhán de mala muerte. El pedido fue unánime: «¡Que suelten a Barrabas!».
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