Todo secuestro es bárbaro, por eso el de Guillermo León Valencia Cossio es tan deplorable como el de la niña Luisa Fernanda Cano. No obstante, lo que hay detrás de los dos secuestros que suscitaron la atención nacional durante la semana anterior, en medio de un despliegue periodístico impulsado más por la necesidad del rating que por motivos humanitarios, es una sucesión de desaciertos que reafirman lo que tanto se teme: que el Gobierno está perdiéndole el pulso al proceso de paz con las Farc, o que ya lo perdió, o, peor aun, que nunca lo tuvo.
El detonante del secuestro del diputado Valencia Cossio podría haber generado secuelas más graves que la muerte de un agente de policía y un secuestrador. Tiene razón Carlos Castaño al no aceptar las declaraciones de Fabio Valencia Cossio en España, acerca de la guerrilla, conceptos que la mayoría de colombianos tampoco aceptamos. No tiene sensatez alguna mentir a favor de unos acuerdos que no avanzan, dándole estatus de ‘monjas de la caridad’ a un grupo criminal que secuestra, asesina, tortura, roba, destruye y narcotrafica.
Han dicho los líderes de las Farc que la prensa debe bajarle el tono a los calificativos con los que ésta se refiere a la guerrilla y sus maniobras; y mientras la prensa sigue firme diciendo la verdad, es el Gobierno, a través de sus delegados de paz, el que no sólo se vale de la retórica y la semántica para absolver a la guerrilla sino que además miente para lavar su nombre. En España, Fabio Valencia Cossio aseguró en un foro, que las Farc no son narcotraficantes sino que simplemente cobran un impuesto de gramaje, y lo dijo con desfachatez, con la frescura del que está hablando de un kilo de papas.
Toda la cúpula militar y policial, y las autoridades norteamericanas, encabezadas por el general McCaffrey, han dado pruebas de cómo la guerrilla colombiana se ha convertido en un nuevo cartel de las drogas. Al sur de Colombia, en las selvas de Caquetá y Putumayo, abundan las matas de coca y amapola al amparo de los fusiles de las Farc. Ellos son la ley allá y como tal, jamás han obligado a nadie a sembrar café o yuca; la única actividad económica en esas lejanías es sembrar, raspar, procesar y exportar coca con el auspicio de las Farc y en contubernio con esa agrupación. Si las Farc lo niegan es, sencillamente, porque no les conviene que se corrobore que sus propósitos supuestamente altruistas están contaminados por un delito execrado en todo el mundo.
Eso lo niegan con la misma tranquilidad con la que desmintieron el secuestro de un anciano como Guillermo La Chiva Cortés, como negaron las amenazas a Pacheco o el crimen de los tres indigenistas norteamericanos o, antes, el de los cuatro misioneros gringos y el del ciclista ruso que terminó su vuelta al mundo en bicicleta, en el Darién, con un tiro de fusil de las Farc en la frente. Con la misma tranquilidad con la que Raúl Reyes le niega a una madre lo que es tan evidente: que su hija estaba en poder del frente 34 de las Farc, cuyo dominio del municipio de Urrao y de gran parte del suroeste antioqueño, es agobiante y criminal.
Insolente y cínico, Reyes dijo en una emisora que a la madre sí le cobraron el ‘impuesto’ pero que no dejaron a la niña porque eso nunca lo hacen, no secuestran niños, dijo. Y frente a ese señor, Fabio Valencia se atrevió a eximir a las Farc, en Alcalá de Henares, porque es —según dijo al ser liberado su hermano— una política trazada por el Presidente de la República. Pastrana se convierte en juez y quebranta la Ley a favor de un grupo ilegal al que sin que medie proceso judicial alguno les perdona el tráfico de narcóticos, delito por el que otros colombianos se pudren en las cárceles, sólo para otorgarles el reconocimiento político y justificar las conversaciones de paz, como si acaso, para dialogar, no fuera suficiente estar en guerra y desconocer al Estado.
La afirmación de Fabio Valencia Cossio en Europa, sólo sirve para otorgarle más concesiones a la guerrilla, esta vez en el plano internacional. Es una carta blanca para que otras naciones le reconozcan a las Farc esa figura conocida como ‘estado de beligerancia’ que nos situaría mucho más lejos de la paz que el criticado Plan Colombia. Ese aserto desafortunado —que las Farc no son narcotraficantes— carece además de toda credibilidad al provenir de alguien como Fabio Valencia Cossio, que está en mora de explicar muchas cosas porque su nombre está altamente comprometido en casos de corrupción como Dragacol. Mentir no puede seguir siendo un pecado venial ni una práctica institucional del Estado, eso ni siquiera es una mentira piadosa.
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