A pesar de la gravedad de los ofensivos comunicados emitidos por el ala militar y terrorista de las Farc, encabezada por el Mono Jojoy, principalmente de la ‘Ley 002’ que pretende cobrarle ‘impuesto de paz’ a quienes tengan un patrimonio superior al millón de dólares, no queda más opción que hablar del desempleo.

Y es que con todo lo espinoso que pueda deducirse de las amenazas guerrilleras, el desempleo es, probablemente, un enemigo peor que la subversión porque el estómago vacío y las miles de necesidades insatisfechas de varios millones de colombianos son factores de desestabilización más poderosos que cualquier otro.

El martes anterior, el Dane reveló que el desempleo en Colombia llegó al 20.2 por ciento, el más alto de toda América Latina. No obstante luego de cierta recuperación de la economía, y después de un bochornoso escándalo en el que el mismo Dane reconoció un inexcusable error al medir el crecimiento industrial del mes de enero, no se entiende cómo la economía mejora mientras el desempleo se agrava, cosa absurda que hace presumir que las cifras oficiales son muy benévolas para una realidad que demuestra otra cosa.

Es una ligereza, además, que las entidades del Estado que manejan el renglón de la economía no consideren dentro de la definición de ‘desempleo’ al ejército de marginados que sobreviven mercadeando chucherías en los semáforos, pidiendo limosna o rebuscándose al margen de la Ley. La situación laboral en Colombia es desesperante y desesperanzadora porque las causas del fenómeno son muy complejas y la voluntad política para remediar el mal es nula.

La raíz de estas dolencias está fundada en el cuento del neoliberalismo (bueno en teoría pero catastrófico en la práctica) que hace 25 años comenzó a hacer carrera entre los economistas como la panacea para el subdesarrollo. En Medellín es famosa una anécdota, protagonizada por el ex ministro de Hacienda Rudolph Hommes, a quien le pidieron un concepto acerca de Coltejer, cuando aún era la primera empresa del país, la mayor empleadora. Cuentan que el joven y aventajado economista recomendó cerrar la textilera y abrir un banco. «Eso da más plata», sentenció, y no mentía; al fin y al cabo, el objetivo del empresario es el máximo lucro, no la viabilidad empresarial ni el impacto social.

El problema se magnifica cuando el neoliberalismo, el capitalismo salvaje, la globalización de mercados y cualquier cantidad de tendencias similares se vuelven política de Estado, y no precisamente por conveniencia sino por exigencia de entidades como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que no nos prestan por caridad sino por negocio y que hacen hasta lo imposible por favorecer sus intereses, o sea los intereses de los países industrializados.

Eso es lo que pasó hace diez años cuando nos obligaron a entrar en el circo de la apertura económica, ilusionándonos —o engañándonos, mejor— con la utopía de abastecer un mercado más amplio. Nos decían que era hora de salir de la parroquia y muchos se tragaron el cuento. Hoy, la verdad sea dicha, muy pocos países tercermundistas se han beneficiado de ese disparate de poner a competir economías pobres y raquíticas con las superpotencias. Qué necedad creer que las señoras del Country van a comprar empanadas de la calle del cartucho. En el mar, el pez grande se come al chico y esa es una ley natural que no puede cambiar ninguna teoría económica.

Hace apenas unos días manifestantes gringos sentaron protesta en Washington contra el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial por ser responsables, en parte, de nuestra pobreza. Meses atrás ya habían protestado en Seatle contra la Organización Mundial de Comercio y su política de ‘globalización de mercados’ que, a diario, está dejando más gente sin trabajo, particularmente en Colombia.

Mientras tanto, nuestros dirigentes siguen empecinados en una apertura sin control y en unas privatizaciones dictadas por el FMI: al ministro Juan Camilo le interesa más cumplir los cronogramas y los planes trazados por el Fondo que poner en marcha planes de choque y de contingencia contra el desempleo. Parece un mensajero que trae las decisiones que se toman en Washington y no un ministro.

Así, mientras la producción nacional no pueda competir tan siquiera en nuestros mercados el desempleo va a seguir disparado y la pauperización que se avecina no está escrita. El empleo no se va a recuperar abriendo portales de Internet y empresas de papel y menos, claro, ante la estampida de inversionistas aterrorizados por la violencia y el desgobierno. Entonces, ¿qué hacer?

Primero, ser más justos con nuestra industria y ponerla a competir en igualdad de condiciones o quitarle la competencia, dejar de soñar con la quimera de los grandes mercados y, segundo, crear empleos de choque en obras públicas, planes de reforestación, vivienda social, etc.; es más sano para el país poner a comer a los pobres que a los burócratas. Lo malo, como decía Séneca, es que para un barco sin rumbo, cualquier viento es malo.

Posted by Saúl Hernández

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