Johan Steven Rodríguez, de seis años de edad, fue secuestrado el ocho de enero por un vecino de la familia apodado ‘El Paisa’. El mismo día fue asesinado y sepultado en el jardín de una casa. Pedían 150 millones por su liberación. Luis Alirio García, agricultor de 30 años de edad, fue plagiado en su finca de Yarumal por varios hombres entre los que había dos antiguos trabajadores de su familia. Pedían ocho millones, le amarraron en la espalda una bomba falsa para que no se escapara. El ex Viceministro de la Juventud, Alex Lopera Díaz, fue asesinado el 10 de marzo de 1999, entre Argelia y La Unión en Antioquia, por un grupo de militares que le robaron 150 millones destinados al pago de un secuestro.
En 1999 hubo 2837 secuestros, 206 en contra de menores de edad. Eso da un promedio de casi ocho secuestrados cada día, uno cada tres horas. Podría decirse que el secuestro es el peor delito del mundo, casi más que el asesinato. Ello priva de la libertad tanto al secuestrado como a toda su familia, deja una huella indeleble en la psique de los afectados, y en no pocas veces degrada la condición humana hasta extremos lamentables. Eso sin mencionar que a menudo la víctima es asesinada, aunque se pague el ‘rescate’, y el cuerpo jamás es devuelto: es un delito sin ética —que hasta el crimen la debe tener— que burla la Ley, zahiere la sociedad y profana la vida.
Hace unos años se reforzó la Ley Antisecuestro incrementando las penas hasta 60 años de cárcel e implementando medidas que se cayeron por vicios de inconstitucionalidad. Se quería prohibir que cualquiera mediara en la liberación de secuestrados y, principalmente, que los familiares pagaran el rescate. La sociedad no entendió la importancia de la iniciativa y el que pagó los platos rotos fue René Higuita, encarcelado 6 meses por colaborar en una liberación.
Las guerrillas colombianas se financian en buena parte de este delito, a diferencia del Ira (Ejército Republicano Irlandés), Eta de España, las Brigadas Rojas italianas, los guerrilleros kurdos, o la época terrorista de la OLP. Si bien las guerrillas del mundo se han valido del secuestro como elemento de reivindicación política no lo han utilizado sistemáticamente como método de enriquecimiento, no con tanta avidez por lo menos.
Por eso la guerrilla colombiana no se diferencia en nada de la delincuencia común y aunque todos deseamos la paz, crece el sentimiento de que es moralmente imposible negociar con esas organizaciones. Las últimas acciones son deplorables: el secuestro del avión de Avianca, la iglesia La María y el club de pesca, y más recientemente los raptos de Oliverio Rincón, la Chiva Cortés y Lucho Herrera.
Como si fuera poco, Fernando González Pacheco, el hombre que ha acompañado las dos o tres últimas generaciones de colombianos con su simpatía y su don de gentes, se va del país para evitar un secuestro. Con él se va Francisco Santos Calderón —presidente de la fundación País Libre y, sin duda, la persona que más ha luchado contra ese flagelo—, porque existe un plan para asesinarlo; se volvió un estorbo del malvado negocio.
Hasta que secuestraron a Lucho, parecía haber cierto respeto hacia personas que han hecho fortuna de forma decente y esforzada. Ahora nada de eso importa, ya no hay intocables, es la degradación absoluta. Lo de Pacho Santos es la tapa: el delincuente Henry Castellanos Garzón, alias Romaña, ordenó su muerte por ser un estorbo de las actividades delictivas del frente 22 y el bloque suroriental de las Farc, y Pacho, tan idealista, presume que el Secretariado no tiene conocimiento de la carroñería de este bandido.
Y el cinismo de Raúl Reyes se contrapuso a la valentía de Carlos Castaño para aceptar sus culpas. Dijo ayer el guerrillero que si Pacheco se va es porque le ofrecieron un contrato millonario en un canal extranjero de televisión. Como si le hiciera falta el dinero a un hombre que es millonario de cuna y que en los medios de comunicación se ha ganado otra fortuna en buena ley. Hoy mismo Pacheco ha desmentido al facineroso y sobra decir a quién le creemos los colombianos.
El país tiene que unirse y exigir como condición para las conversaciones de paz, el cumplimiento de las normas del Derecho Internacional Humanitario, principalmente cesando la práctica del secuestro —y obviamente devolviendo a todos los secuestrados— y la destrucción de pueblos. Pero como la delincuencia común también secuestra, tal vez sea hora de acoger la propuesta de Santos en el sentido de firmar un acuerdo nacional para que nadie pague los secuestros. Al principio matarán a algunos, de hecho nos están matando a diario, pero no podrán asesinarnos a todos. Con cada secuestrado se muere un pedazo de la patria, por eso —como en el poema de John Done—, «no preguntes por quién doblan las campanas, doblan por tí».
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