El tema de la pena de muerte en el mundo se viene tratando como un asunto relacionado con la violación de los derechos humanos —y no como un asunto de aplicación de justicia y salvaguardia de la sociedad— por parte de sectores de profunda influencia religiosa y asociaciones de defensa de los DD.HH. de orientación izquierdista en su mayoría, que con su oposición y sus críticas quieren hacer un contrapeso político principalmente a los Estados Unidos, donde la pena es una práctica frecuente y es aplicada a veces con suma ligereza.
Decir que la pena de muerte en sí viola los derechos humanos es un despropósito y un absurdo, siempre y cuando ésta se aplique solamente en aquellos casos en los que se responde a crímenes indignantes donde el sujeto criminal se ha comportado como un verdadero animal e, independientemente de su formación o educación y de sus capacidades mentales, ha llevado la violencia a límites que indignan y zahieren no sólo a la sociedad sino al respeto mismo por la vida.
Se argumenta, no sin razón, que la pena de muerte conlleva una alta dosis de venganza y que aplicarla es ponerse a la misma altura del asesino. Pero la tesis religiosa de que “sólo Dios puede quitar la vida” carece de validez cuando el criminal es quien la ha quitado primero. El mismo Juan Pablo II en una de sus encíclicas manifiesta que es admisible la violencia cuando se responde a una provocación o agresión que profana la vida humana. Aunque parezca mentira, el Vaticano no se opone a la pena capital.
La misma tesis filosófica desbarata el concepto de los defensores de Derechos Humanos ya que no se puede hablar de violación de los derechos fundamentales y del derecho a la vida, cuando la pena capital se aplica a quien ha vulnerado con saña y alevosía este derecho de uno o varios de sus semejantes. Si la tesis de que el mundo ‘civilizado’ no puede aplicar la pena de muerte prospera, estaremos a un paso de que los defensores de los DD.HH. condenen el uso de armas por parte de la Fuerza Pública, dadas las posibilidades de que un delincuente —o un inocente— sea muerto en un enfrentamiento con las autoridades.
La humanidad ha avanzado enormemente en materia de ciencia y tecnología y, probablemente, también en ciencias humanísticas. Sin embargo, el ideal de que la sociedad organizada y representada por el Estado no requiera reprimir aquellos sujetos que son un peligro para sí misma es un sueño lejano y prácticamente inalcanzable.
En nuestro medio es apenas obvio que la idea de implantar la pena de muerte genere dudas y miedo, en vez de recato moral y religioso. No muchos colombianos se consideran exentos a ser condenados a tal pena, si existiera, a que sea condenado un pariente o a ser víctimas de un error judicial que desemboque en una decisión tan drástica e irreversible. Es cuando menos inquietante que un sistema judicial corrupto e ineficiente como el nuestro, llegara a contar con una herramienta como ésta pero debe abrirse un debate que es útil para Colombia y cada vez más necesario.
Quien crea que la pena de muerte es injusta y brutal debería hablar con las madres, con los hijos, con los sobrevivientes de tantas personas a las que la vida les ha sido arrebatada por deporte, sin existir siquiera la más leve motivación. Para iniciar un debate debe dejarse en claro que jamás se debe condenar a un asesino culposo, aquel que ha matado por accidente. Tampoco a aquellos sobre quienes no existe acervo probatorio contundente. Incluso, aunque suene aberrante, podría discutirse un número ‘adecuado’ de asesinatos a partir del cual alguien podría ser ejecutado. ¿Cuántos crímenes se le puedan tolerar a un sólo criminal, 5, 10, 20, 50, 300?
La cifra mínima podría eliminar de tajo la peligrosa posibilidad de que la justicia se equivoque aunque nunca se está exento de que a uno le inventen los crímenes que sean necesarios para eliminarlo legalmente. De todas maneras es más civilizado que el Estado ejecute un criminal a que algún sector de la sociedad tome justicia por mano propia. Eso no va a arreglar nada pero aquellos que matan por dinero o por deporte, y con suma brutalidad, no pueden estar en la calle poniendo en peligro a las gentes de bien, ni en una cárcel, donde comer y dormir a expensas de los contribuyentes más parece un premio.
Todo esto en razón a la denuncia de la revista Semana sobre “el Monstruo de los Andes”, el tolimense Pedro Alonso López, de 52 años, acusado de asesinar a 300 niñas en Colombia, Ecuador y Perú durante los años 70. A pesar de que en 1980 fue condenado a 30 años de prisión en Ecuador, lo liberaron en 1993. En Perú volvió a sus andanzas y actualmente, por numerosas desapariciones de niñas, las autoridades creen que está en Colombia. ¿Alguien podría argumentar que ejecutar a este animal es una violación de los DD.HH.? ¿Acaso es humano este monstruo? ¿Y que tal su colega Luis Alfredo Garavito, asesino de por lo menos 140 niños?
La pena capital sería útil en Colombia para extirpar varios tipos de cáncer que tarde o temprano caerán en las manos de las autoridades legítimas, estilo Carlos Castaño, estilo Mono Jojoy, y el peor de nuestros cánceres y el que mata más colombianos: la corrupción, estilo embajador de Colombia en Roma y Cía. ·
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