Un hecho para reflexionar frente a la guerra que se vive en Colombia es el de la conveniencia de las conversaciones de paz. Mucho se habla de voluntad, tal vez la palabra clave: voluntad política, voluntad nacional, voluntad de la guerrilla. En realidad, no parece muy claro que exista voluntad de paz. Las Farc no la tiene, el Eln aparenta mejor disposición, aunque no mucha; la clase política está dividida y el país también. En este último la situación es más dramática, la clase alta no está dispuesta a desprenderse de nada para aportar a la paz ni a discutir asuntos como la propiedad privada, la reforma agraria o el modelo económico. A lo sumo darán una limosna, y ya. Del otro lado la situación es complicada. La gente pobre de nuestro país está engrosando las filas de la guerrilla, los paras y la delincuencia común. A menudo son disculpados con la falacia de que la situación del país los obliga, que no hay trabajo, que es la pobreza. Pero no, es la falta de valores, la incapacidad del Estado para imponer la Ley y el Orden y, por último, la carencia de oportunidades, las necesidades agobiantes. Pobres hay en toda Latinoamérica pero no por eso se imita nuestro escenario de violencia. Y, en la mitad, la clase media, el grueso de colombianos, persiste en la indiferencia y se creen ‘ajenos’ al conflicto.
Seamos claros: en Colombia lo que hay son condiciones de guerra y no de paz. Si se firmara un acuerdo con los subversivos nada asegura que los paramilitares se desmovilicen; por el contrario, la debilidad del Estado será tierra abonada para que aquellos que han sido ultrajados por la guerrilla o, simplemente, quienes nunca han estado dispuestos a compartir el poder eliminen a los reinsertados como lo hicieron con la Unión Patriótica e, incluso, con Galán, Gómez Hurtado, Gaitán, etc. La mayoría de combatientes van a terminar haciendo parte de las bandas delincuenciales y aunque las denominaciones ‘Farc’, ‘Eln’ y otras desaparezcan la violencia seguirá. Recordemos qué pasó cuando el temido M-19 firmó la paz, nada, el país está peor.
El incomprendido Nicolás Maquiavelo explica hasta la saciedad, en su obra ‘El Príncipe’, por qué una guerra no debe evitarse. Igualmente, el filósofo alemán Ernest Tugendhat dijo, la semana anterior, que «Colombia está en lo que llamamos en filosofía un ‘Estado de naturaleza’, es decir, que no existe ley, y en esas condiciones no tiene sentido hacer la paz, es mejor hacer la guerra. Se necesita restituir el ‘Estado de ley’, tener un gobierno fuerte».
Es visible a la luz de las estadísticas que la guerrilla no es el primer generador de asesinatos en Colombia ni el mayor factor de perturbación a nivel urbano. Las bandas de sicarios y secuestradores, de jaladores de carros y estafadores, las mafias del narcotráfico y otras organizaciones criminales son suficientes como para que la ciudadanía se mantenga en zozobra aunque se dé la paz con los alzados en armas.
Hemos engendrado una democracia alcahueta que no tiene límites. Tenemos una corrupción política incontrolable, unas leyes permisivas y una justicia enclenque. Los encargados de dirigir al país ni legislan ni ejecutan como es debido porque temen perder sus privilegios y, por ello mismo, los guerrilleros no les comen carreta porque el Gobierno busca un arreglo a medias que la subversión no piensa aceptar. Así, la única manera de arreglar la guerra es haciendo la guerra, poniendo a nuestros hijos en el Frente y trabajando por y para la guerra, o sea responsabilizándonos de nuestro futuro, cosa que jamás hemos hecho. Eso sí, tras la guerra habrá que establecer un nuevo Estado porque el que lleva 190 años dirigiendo a Colombia es nuestro peor enemigo. ·
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