En Europa, los ciudadanos han adquirido tal conciencia ecológica que cuando un producto no cumple con ciertos estándares de protección medio ambiental lo vetan, lo dejan en los estantes de los almacenes, se abstienen de comprarlo hasta que la presión de la no venta obliga a sus fabricantes a ponerse a tono con las recomendaciones de los ambientalistas, bien sea que se trate de modificar el material del empaque o un ingrediente del producto mismo. Esa actitud, para muchos especialistas, no produce cambios vitales en el ambiente ni en la salud de los consumidores y, sin embargo, cada día más europeos se concientizan de que pueden ejercer un poder democrático y contundente mediante esa vía, es una manera de hacerle ver a los gobiernos y a los dueños de la economía que el ciudadano raso sí manda y tiene injerencia en su realidad social.
En Latinoamérica, en cambio, el consumo de bienes y servicios no comporta un ejercicio ciudadano con matices políticos o sociales, es un ejercicio irracional que no reporta diferencias de clases ni ideologías. El consumismo como filosofía trasnacional parece haber eliminado toda conciencia porque no importa las advertencias que hagan los gurúes de la economía las gentes siguen embelesadas comiendo en McDonald’s, tomando Coca-Cola, calzando Nike, comprando discos de Britney Spears y asistiendo al estreno de Spider Man o del Ataque de los Clones. Pareciera que el tema no ha sido lo suficientemente controvertido. La apertura económica o globalización va a ser reforzada por el Alca, que viene a ser como el remate de todos los males que el sistema de comercio mundial —léase los países industrializados— le ha infligido a los países pobres en los últimos años. El Alca va a ser el sepulturero de varias economías de nuestra región.
En Argentina ya pasó, pero eso no quiere decir que la recuperación sea posible, lo más seguro es que la pauperización sea peor. En ese país, el mejor educado del continente, se aplicó el libreto neoliberal de la manera más nociva posible. Las privatizaciones se hicieron de manera diligente y el dinero se esfumó, los bancos se extranjerizaron y, con la paridad del dólar, el consumo de productos importados se disparó a niveles alarmantes hasta colapsar el sistema productivo. Si los argentinos con su educación no entendieron a tiempo —como en los países europeos— que se puede ejercer un poder democrático por medio del consumo conciente para salvar aspectos vitales como la ecología o la economía, ¿qué puede hacerse en Colombia para que el poder ciudadano enderece las cargas de lo que es un crimen silencioso?
Para citar un caso actual, veamos el tema de la leche. Los productores nacionales están al borde de la quiebra por las importaciones desmedidas que el gobierno de Pastrana ha autorizado al pasar de 5 mil a 26 mil toneladas de leche importadas en el 2001, provenientes de países industrializados donde el agro recibe subsidios estatales que, junto a la más avanzada tecnología, pone a los productores extranjeros en franca ventaja competitiva. Entonces, mientras la internacional Parmalat importa leche barata y minimiza las compras a los pequeños productores locales (meros campesinos), la nacional Colanta se ve en la necesidad de regalar la leche que le sobra en los barrios pobres, lujo que no podrá darse por mucho tiempo hasta que se vea obligada a recortar las compras a los campesinos o verse abocada a la quiebra.
El consumo racional y conciente debería llevarnos a vetar las marcas extranjeras de leche y a comprar sólo las nacionales como una manera de castigar tanto a nuestros malos gobernantes —que algún oscuro interés tendrán para permitir tamaña injusticia— como a los dueños del capital y a las naciones más poderosas que nos han cerrado sus fronteras y nos humillan con las vicisitudes que hay que pasar para obtener una visa a menos que de por medio haya una matricula en una costosa universidad o una cuenta bancaria jugosa que garantice que el turista les va a dejar muchos dólares.
Muchos defensores de la apertura económica arguyen que gracias a ella dejamos de ser explotados por una clase empresarial que pagaba bajos salarios, vendía caro y con baja calidad. Eso puede tener mucho de cierto pero no es una justificación razonable para destruir una economía por el embeleco de acceder a las mismas mercancías que antes sólo se conseguían viajando a Miami. El desempleo actual, los 27 millones de pobres (11 millones en la indigencia), la pérdida del 50 por ciento del patrimonio ndustrial, el deterioro de la clase media son todos síntomas de una intoxicante apertura que ningún país serio admitiría; ni Norteamérica, ni Europa, ni el sudeste asiático consentirían tamaña estupidez. Ellos sólo aceptan intercambios recíprocos que no afecten sectores económicos vitales para cada cual. La inundación de productos en mejores condiciones de precio/calidad es controlada mediante medidas proteccionistas y el dumping (importaciones fraudulentas a menores costos para dañar el mercado) es castigado severamente en todas las legislaciones.
La apertura económica (globalización) no es un favor que nos han hecho para que disfrutemos de variedad y calidad y podamos satisfacer nuestras necesidades. Mucho menos es una oportunidad de ampliar el mercado de nuestros productos, eso es mera teoría que no se cumple en la práctica. La apertura es la manera más descarada de todas las que han existido para saquear nuestra riqueza y hacer que los países poderosos lo sean más. Por eso, ante la complicidad de nuestros dirigentes para permitir la rapacería abierta y el despojo de nuestro capital con espejitos sólo queda el ejercer un consumo racional; preferir lo nacional, no comprar lo innecesario (máxime si es importado), y vetar esas marcas extranjeras que le juegan sucio al sector agrario y manufacturero. No estamos tan lejos de vivir el caso argentino y las importaciones desbocadas fueron una de sus causas. Todavía estamos a tiempo de evitarlo.
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