Hace unos días los medios de comunicación publicaron una noticia según la cual el Estado logró por fin la extinción de dominio de algunos bienes del fallecido narcotraficante Pablo Escobar, incluyendo el tristemente célebre edificio Mónaco. Incluso, el gobierno actual se ha mostrado muy interesado en darle ‘uñas’ a la Ley de Extinción de Dominio para hacerla efectiva, pero el hecho de que ésta sea inútil tiene mucho más que ver con la descomposición y perversión del aparato judicial colombiano que con la debilidad misma de su articulado.

La esperanza de justicia es poca y no hay muchos motivos para creer que esto vaya a mejorar. Cuando se creó esta Ley, la 133 de 1996, se pensó que se estaba partiendo en dos la historia de Colombia: el enriquecimiento ilícito —móvil y fin último de toda industria delictiva— se iba a ir a pique; de paso, las grandes extensiones de tierras incautadas facilitarían una especie de reforma agraria, pasando a manos del campesinado. La Ley sería el azote de las mafias del narcotráfico, de los secuestradores, de los grandes contrabandistas, de las guerrillas, de los grupos paramilitares, e incluso de los corruptos de cuello blanco.

Pero no. Colombia es un país de tradición legalista en el peor sentido del término. Existe una tradición antiquísima de burlarse de las leyes y sus propósitos, desde la época colonial se decía que las órdenes de la corona española se acataban pero no se cumplían; la ley era letra muerta y aún lo es, un refrán popular —«hecha la ley, hecha la trampa»— es sintomático de nuestro desprecio por las normas. Sin embargo, el problema no termina en el hecho de que el ciudadano común irrespete la ley, en este como en otros casos hay pruebas de que el aparato judicial no actúa con transparencia.

Según expertos del Consejo Nacional de Estupefacientes (El Tiempo, 28 de julio de 2002), «a punta de sobornos, amenazas o polémicos fallos, narcotraficantes como Carlos Lehder, Pastor Perafán y Alberto Orlandé Gamboa, ‘El Caracol’, han recuperado 800 propiedades y hasta $ 5.000 millones producto de arrendamientos». Mientras las fuerzas de seguridad del Estado incautan bienes a narcotraficantes confesos y condenados, a extraditables y a capos muertos, los jueces los devuelven y hasta consienten indemnizaciones multimillonarias por daños y perjuicios. Este esperpento jurídico se lo debemos también a la nefasta Corte Constitucional, que con la sentencia T-212 del 22 de febrero del 2001, hundió un fallo de la Corte Suprema de Justicia y ordenó devolverles 200 bienes a los hermanos Gaitán Cendales, reconocidos narcotraficantes que resultaron absueltos y que hoy reclaman 12 mil millones de pesos a la Nación por daños y perjuicios.

Entonces, por culpa de jueces corruptos y un fallo de la oscura Corte Constitucional —dizque para proteger el ‘debido proceso’— a los tenebrosos capos de la mafia no sólo se les dictan penas ridículas sino que se les protege su patrimonio para que mantengan su poder intacto y vuelvan a pervertir y zaherir a la sociedad una vez salgan de las prisiones de papel desde donde han continuado delinquiendo con contadas excepciones. Según el criterio de la Corte, los bienes de Pablo Escobar, sus testaferros y su familia, no son, necesariamente, producto de sus actividades ilícitas, como si cualquier colombiano pudiera urdir fortunas no sólo de varios millones de dólares sino de centenas y hasta de miles con apenas ganarse la lotería, criar caballos o mercadear obras de arte de dudosa calidad estética que es como suelen lavar su dinero las mafias de toda índole.

Según cifras de la Contraloría, los pedidos de indemnización podrían superar los 170 mil millones de pesos. De 10 mil 800 bienes incautados al narcotráfico el Estado tan sólo ha podido incautar 265 (El Tiempo, agosto 18 de 2002), es decir, alrededor del 2,5 por ciento. Muchas propuestas se han hecho para remediar este despropósito pero casi todas están canalizadas a que la Nación no siga viendo resquebrajadas sus arcas con las demandas y no a que la extinción sea efectiva. Se pide dotar a la ley del poder de vender la propiedad incautada a un precio comercial que se pagaría al dueño en caso de precluir el proceso, lo que evitaría deterioro del inmueble y la posterior demanda pero esa no es una salida seria.

La Ley de Extinción de Dominio, que debe entenderse como una medida extraordinaria ante el desbordamiento de graves delitos con los que se busca un incremento rápido y exagerado del patrimonio, tiene que dotarse de una fuerza de ley que sustituya el procedimiento de un juicio normal donde el acusado sea quien tenga que demostrar el origen transparente de su fortuna y no el Estado lo contrario. Si bien los organismos de investigación casi nunca reúnen pruebas incriminatorias es casi un hecho que los delincuentes también son incapaces de comprobar un origen limpio de tan cuantiosas fortunas. Eso, sin embargo, será imposible de aplicar mientras nuestros padres de la patria, delincuentes de cuello blanco por excelencia, hagan el papel de juez y parte transformando una Ley que puede convertirse en su propia sentencia.

Posted by Saúl Hernández

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