La guerrilla está desplazando a plomo a los representantes del Estado en las regiones más atrasadas del país.
Gobernar las regiones más apartadas de Colombia nunca ha sido fácil. El centralismo las ha condenado al olvido provocando un abandono enraizado y una ausencia de Estado oprobiosa. Las prácticas políticas del establecimiento son las principales causas de este despropósito. En primer lugar, los políticos han hecho su juego para las ciudades, las vastas concentraciones de electores, con el fin de mantenerse en el poder para seguir esquilmando el presupuesto. En segundo lugar, la mezquindad política, con sus procederes ruinosos, también se enquistó en las regiones más lejanas y pobres. No sorprende entonces que los políticos de ‘provincia’ se apoderaran de las migajas que antes les dejaba el gobierno central y de las ahora nutridas transferencias —gestadas mediante Ley para promover la descentralización administrativa y la autonomía municipal—, sin que el aumento de recursos muestre mejores resultados. Patético es el caso de las regiones que más recursos reciben por concepto de regalías petroleras —Arauca y Casanare— donde la desviación de dineros es evidente; a mayores transferencias, mayor atraso. Y, en tercer lugar, la ausencia de Estado refuerza la corrupción regional por falta de organismos de control, entes judiciales, fuerza pública y ni hablar de fiscalización ciudadana en comunidades tan atrasadas.
No cabe duda de que en los pueblos no hay Dios ni ley. La democracia allí es de papel. Años atrás eran los gamonales de cada región los que hacían a su amaño. A comienzos de los ochenta, la mafia empezó a mandar en muchos sitios apartados, luego la guerrilla sentó sus reales y los paramilitares hicieron lo propio. Desde los tiempos de la Unión Patriótica, el poder local ha sido una obsesión para las Farc en sus territorios de ocupación. Legalmente ejercieron mandatos —sin mejores resultados que los politiquillos de siempre, valga decir—, y desaparecida la UP los ejercieron ilegalmente, hasta nuestros días, con el poder del fusil. A los alcaldes abandonados a su suerte, les han dicho a quién nombrar, a quién contratar, qué obras hacer con su exiguo presupuesto y hasta cuota de guerra les han obligado a pagar con cargo al fisco. La desobediencia les ha costado caro a los alcaldes y a otros funcionarios públicos: secuestro, asesinato, destrucción de su patrimonio, destierro, etc.
No es muy claro qué sentido puede tener el ejercicio del poder en regiones apartadas donde los escasos pobladores no pueden hacer sentir su clamor de dolor e indignación ante unos grupos terroristas de corte estalinista o polpotiano. En el sur de Colombia, en los olvidados departamentos de Caquetá y Putumayo, e incluso en el Huila, las Farc pasó de amenazar alcaldes a sacarlos de sus puestos al igual que a todos los funcionarios del Estado, incluida la señora de los tintos. Según editorial de el diario El Tiempo, los 16 alcaldes del Caquetá están sentenciados a muerte si no acatan «la perentoria orden de las Farc de abandonar sus municipios. Amenazas que ya han comenzado a cumplir con el asesinato de uno de ellos, Luis Carlos Caro, alcalde de Solita, y la decisión de 10 de trabajar desde Florencia, la capital». Los 29 mandatarios locales de Chocó han tenido que huir de sus municipios y despachan en Quibdó. Los de Hobo, Algeciras, Gigante, Campoalegre y Rivera, en el Huila, renunciaron, amenazados de muerte por las Farc. El de El Tarra (Norte de Santander) huyó, amenazado por los paramilitares. El de Victoria (Caldas), despacha en una cafetería de Manizales por amenazas de las Farc.
Lo peor de todo es que, por ahora, no hay nada qué hacer. Es la misma corrupción la que nos ha llevado a tener un Ejército muy pequeño —55 mil hombres— para un país que está en guerra, que tiene más de un millón de kilómetros cuadrados y 42 millones de habitantes. Chile tiene 95 mil efectivos para un territorio de 750 mil kilómetros cuadrados y sólo 15 millones y medio de habitantes. Esta democracia de papel con tantos concejos municipales, tantas asambleas, tantos alcaldes y gabinetes, tanta burocracia y nóminas paralelas no tiene, sin embargo, quién la cuide. Tampoco, hasta ahora, hemos tenido quién nos cuide de la cacodemocracia y ahora son las Farc, qué contradicción, las que en una nueva etapa de la guerra le van a aplicar una reforma administrativa a los municipios de Colombia como la que requiere el Congreso y toda la política de este país. Es de esperarse que los resultados de estas reformas se escriban con la sangre del pueblo y sea desterrado o asesinado todo aquel que se niegue a vestir el uniforme de la guerrilla o a trabajar en la agroindustria de la coca. Luego, el señor Ander Kompass, en nombre de la Onu, dirá que es culpa de los paramilitares.
En su acérrima e inigualable ignorancia, las Farc sigue dándole argumentos al presidente electo para que aplique sin contemplaciones su mano firme y duplique cuanto antes sus fuerzas de Ejército y Policía. El desplazamiento del Estado en el sur de Colombia podría ser la antesala de una guerra de posiciones por parte de una guerrilla que se cree en capacidad de defender un gran territorio; por tanto, la antesala de una confrontación abierta que tarde o temprano llegará, estemos preparados o no. Ese podría ser un gran error de los terroristas porque nunca una guerrilla ha pasado a convertirse en Ejército, con objetivos militarmente visibles, antes de alcanzar el poder. Perdería su capacidad de sorprender y mimetizarse entre la población. Pero, por ello mismo, es de esperarse que las Farc lo intente sin detenerse en contemplaciones. La guerrilla no oye razones ni transa, a ellos los obsesiona el poder y están dedicados en alma, corazón y vida a ello. No hay que subestimarlos ni dejarle el problema al Espíritu Santo, si queremos conservar el país y las vidas de casi todos dejemos la tibieza porque como dice Maquiavelo no hay guerra que no se haga porque una sola parte no quiera. La sumisión es derrota y humillación juntas.