Justo cuando el país debería estar dedicado al análisis del Referendo, el estruendo de Las tragedias y la brutalidad de los terroristas acallan toda posibilidad de controversia. Apenas ocho días después de la tragedia de El Nogal la demencia de estos extremistas se hizo sentir con igual intensidad en el barrio Villa Magdalena de Neiva. Otra vez los muertos son niños, mujeres y hombres de bien cuyo único pecado fue estar en el lugar y momento equivocados.
No importa si el atentado con esta casa–bomba estaba dirigido contra el Presidente de la República o contra la eficiente fiscal Cecilia Giraldo Saavedra, lo cierto es que se trata de la confirmación de que las Farc ha desechado toda lucha ideológica y hasta la confrontación bélica como tal, optando por el más vil y sangriento terrorismo con el propósito de atemorizar a la sociedad hasta el grado de hacerle perder todo el apoyo a la política de seguridad democrática del presidente Uribe y que se llegue al extremo de hacerles grandes concesiones para que detengan su accionar.
Razón tenían quienes decían que las Farc estaban preparando algo grande y razón tienen quienes afirman que vendrán más ataques y más fieros. El pueblo colombiano ya conoce la lección que dejó la época siniestra de Pablo Escobar. La conclusión más importante es que ceder es peor, es lo más nocivo que podría hacerse ahora. El Congreso de la República y el Gobierno Nacional tienen la obligación de elaborar y aprobar rápidamente una rígida legislación de guerra y un estatuto antiterrorista que incluya la pena de muerte y la cadena perpetua inconmutable.
También es preciso solicitar ayuda internacional no sólo para que le cierren las puertas a estos terroristas en el extranjero y bloqueen sus cuentas sino que se debe insistir en la interdicción aérea, la ayuda de tropas extranjeras o de la Onu, la cooperación judicial, el apoyo externo a los organismos de investigación y colaboración para perfeccionar el sistema penitenciario. Pero es necesario también mantener presente que esta guerra no la va a ganar nadie por nosotros y que no es posible dilatar indefinidamente el necesario crecimiento de las fuerzas militares y de policía para controlar el caos que se está viviendo.
Mientras los terroristas insistan en hacer cada ocho días su fiesta de la muerte, de sangre y destrucción, llegará el momento de volcar todos los recursos del Estado a combatirlos pues no tiene sentido invertir en lo social cuando toda la sociedad sufre la zozobra del terrorismo y luego resulta —en la lógica del Defensor del Pueblo, Eduardo Cifuentes— que el Estado es el culpable y por tanto, sujeto de demandas.
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De otro lado, la tragedia en la que murió el ministro Juan Luis Londoño es una campana de alerta, dolorosa, para que se preste atención a la movilización aérea del Primer Mandatario y los más altos funcionarios del Estado. La austeridad promovida por el presidente Uribe es magnífica pero hay aspectos en los que no se puede implementar y uno de ellos es la seguridad. Bien dice el periódico El Tiempo que «La vida de Álvaro Uribe no es un asunto personal, ni se puede dejar al arbitrio de sus intuiciones o de su demostrada valentía», está en juego la democracia y la estabilidad nacional. Sus desplazamientos permanentes son un alto riesgo que se debe considerar mejor y evitarnos el dolor de que, además de la guerrilla, el viejo Fokker se convierta en la causa de una desgracia inexcusable.
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