El conflicto en Irak deja una conclusión muy clara para los colombianos: que, en nuestra guerra, estamos más solos que nunca.
El conflicto colombiano ha sido opacado por la guerra en Irak aun en nuestro país. Es una muestra clara de la indiferencia de nuestras gentes hacia nuestros propios problemas y de la superficialidad de los medios de comunicación, movidos por el rating y las ventas y no por sentimientos altruistas de construcción social, formación de opinión pública y madurez democrática. A los noticieros, la guerra de Irak les sube los índices de sintonía, sólo por eso les interesa y la anteponen a nuestra dura realidad.
Esa guerra es una prueba física y concreta de que nuestros muertos no le importan a nadie. ¿Quién ha visto alguna marcha nutrida en alguna ciudad europea a favor de nuestras gentes? Pero, más grave aún, ¿cuántas marchas hemos hecho nosotros en estos largos años de guerra por nuestras víctimas? Muy pocas y, sin embargo, miremos cuántos despistados han marchado en Colombia en contra de la guerra en Irak: Indígenas en el Cauca, sindicalistas en Bogotá, colegiales en Bucaramanga, universitarios frente a la embajada norteamericana en Bogotá y nudistas en el frío de la Capital.
No hay que ser un gurú para darse cuenta de que la mayoría de los marchantes son comunistas simpatizantes de las guerrillas y terroristas infiltrados en las universidades, como las estudiantes que quemaron un bus de Transmilenio hace unas semanas, pero también hay personas desorientadas que no ven o no quieren ver que en Colombia tenemos una guerra igual o peor que pretendemos seguir ignorando. Se ve muy brutal el accionar de los Tomahawk al caer sobre Bagdad, en directo por CNN, pero no es diferente a lo que han vivido miles de colombianos en Machuca, donde los devoró un río de fuego; en Bojayá, donde llovieron decenas de Tomahawks artesanales (pipetas de gas); y en más de cien municipios que han sido literalmente bombardeados por las Farc y el Eln en los últimos años.
El conflicto colombiano produce siete mil muertos al año, unos 300 mil desplazados, varios miles de mutilados, 3 mil secuestros, decenas de miles de personas con secuelas sicológicas y un éxodo masivo de capital humano y financiero. Pero además tenemos otras guerras que aportan otros 20 mil muertos al año, y más mutilados, y más secuelas, y más éxodos; la guerra de los narcos, la de los políticos corruptos, la de los jaladores de carros, la de las bandas de extorsionistas, la de los que inmersos en la violencia o cansados de la impunidad amanecen cualquier día decididos a quitarse de encima un problema o que, energúmenos, van a la casa por la pistola para meterle un tiro al agente de tránsito que los acaba de multar.
Las 30 mil personas asesinadas anualmente en Colombia no valen nada. Esos 500 mil colombianos asesinados en los últimos veinte años valen huevo adentro y valen huevo afuera, no importa que estén en la lista nuestros mejores hombres: Galán, Pizarro, Escobar —el futbolista—, Garzón, La Cacica… Nadie los llora, ni los de aquí ni los de allá. Por eso extraña tanto ver protestas en Colombia por una guerra lejana mientras nos provocan bostezos los muertos de la esquina, los de la vereda, el pueblito y el centro comercial, siempre que no sean conocidos. Por eso extraña también que por allá protesten tanto, donde les guardan plata a nuestros guerrilleros, donde les dan armas y les compran drogas, donde les dan visa, carro, casa y beca; pero por los muertos de Colombia no han marchado ni marcharán. Y si mañana estalla una guerra entre Guatemala y El Salvador no habrá marchas porque a nadie le importa que un montón de indios se maten entre sí.