Si los problemas del transporte masivo están detectados desde hace rato no haría falta Transmilenios ni Metros de donde se lucran los corruptos y la platica serviría mejor en otros fines.
El transporte en Colombia es una catástrofe por tres razones básicas: incapacidad o negligencia de la clase política para mejorarlo, desorganización y ambición desmedida de los empresarios del ramo —grandes y pequeños—, y problemas de infraestructura en general (que tienen orígenes políticos). Nuestra red de carreteras es una de las más atrasadas de Latinoamérica; el transporte férreo es inexistente; el fluvial es circunstancial y de baja escala, atendiendo comunidades ribereñas pobres; la aviación colombiana, pionera en el mundo, vive su peor momento con la desaparición de Aces, nuestra mejor aerolínea, y la venta de Avianca, la más antigua, a un empresario brasileño; y casi toda la carga, desde y hacia el interior del país, se moviliza por tierra, empleando un parque automotor vetusto y unas vías deplorables, en su mayoría.
Por su parte, el transporte masivo de pasajeros en las ciudades no ofrece un panorama mejor: aún funciona bajo el siniestro modelo de ‘guerra del centavo’, en que al conductor le pagan por pasajero movilizado y no por horas o por kilómetros recorridos, lo que estimula brutales jornadas de trabajo de hasta 18 horas y un comportamiento feroz para conducir y pelearse los pasajeros en las calles.
En Medellín, el costoso Metro sigue subutilizado y prácticamente en etapa inicial después de ocho años de funcionamiento pues sólo tiene dos líneas muy alejadas de los barrios más poblados y le toca rivalizar con la sobreoferta de buses y taxis —incluso, de transporte ‘pirata’— que cubren todos los barrios de la ciudad. Fue ideado para movilizar un millón de pasajeros diariamente pero apenas llega a cerca de 300 mil. Jamás se previó que fuera el sistema central de transporte para la ciudad región, alimentado por los buses, de tal manera que remplazara un buen número de éstos al prohibírseles los recorridos largos. Con la aparición del Metro se debieron sacar de circulación muchos buses y taxis pero no, todos los días se afilian más y es bien sabido que la clase política tiene muchos intereses en juego, sobre ruedas.
En Bogotá, en cambio, el sistema Transmilenio —de buses articulados— ha sido más determinante para la ciudad al extremo de cambiarle la cara al transporte de la capital. Moviliza 900 mil pasajeros que proporcionalmente son la misma cantidad transportada en Medellín pero redujo drásticamente los tiempos de desplazamiento de un lugar a otro y mejoró notoriamente la calidad de vida de miles de personas. Aunque suene paradójico, la calidad del sistema desborda su capacidad en las horas pico y se congestionan los buses y las estaciones; se quedó corto para tantos usuarios. Y ahora, para completar, el sistema es objeto de escándalo por el deterioro prematuro de sus vías troncales a raíz de la mala calidad con la que fueron construidas por contratistas estafadores que no cumplieron con las especificaciones señaladas en los contratos.
El problema de Transmilenio no es de poca monta si se considera que su costo total será de 1970 millones de dólares incluyendo todas sus etapas en ejecución hasta el año 2016. El Metro de Medellín, en comparación, tuvo un costo de construcción de mil millones de dólares y la deuda, por los intereses, pasa de tres mil. Es por esto que el éxito de Transmilenio, aunado a su costo razonable, ha provocado que el Gobierno Nacional quiera replicarlo en las seis ciudades más importantes del país, comprometiendo recursos cuantiosos. En el plan se incluye a Medellín como complemento del Metro, para aportarle el millón de pasajeros diarios para los que fue ideado.
Pero cabría preguntarse si nuestras ciudades precisan de soluciones tan costosas para sus problemas de transporte o si lo que se requiere es más control y planeación de los medios actuales y voluntad política para combatir la anarquía existente. Muchas de las fallas están detectadas hace rato y, precisamente, el impacto positivo del Transmilenio radica en que corrigió gran parte de ellas. Sin embargo, ¿no se ganaría más corrigiéndolas desde ya?
Nuestro transporte urbano sería más digno y eficiente si hubiera paraderos de uso obligatorio en vez de detener los buses en cualquier parte y sanciones para conductores y pasajeros que incumplan la norma; si se corrige el defecto de que los conductores reciban el dinero y vender los tiquetes en almacenes, puestos de prensa o cigarrillos, o adoptar sistemas de pago electrónico; si se homologan los vehículos para el transporte urbano de pasajeros usando sólo buses grandes, de alta capacidad, ojalá a gas para no contaminar, eliminando el exceso de microbuses que avivan el caos vehicular y la contaminación.
También sería importante que se le dé más respetabilidad al sistema prohibiendo los radios en los buses, los limosneros, los vendedores y los músicos populares que incomodan a los pasajeros, también pobres en su mayoría; uniformando a los conductores —la ropa de trabajo está exigida ya en la legislación laboral— y decorando sobriamente los vehículos con el mismo color y suficiente información escrita para el usuario. Además, que se dé un estricto control técnico mecánico de los vehículos y se cumplan tajantemente los planes de reposición. Pero, principalmente, que se elimine la guerra del centavo y el perverso sistema de remuneración que la prohija.
Todo esto se solucionaría con mayor voluntad política. Si los problemas del transporte masivo están detectados desde hace rato no haría falta Transmilenios ni Metros de donde se lucran los corruptos y la platica serviría mejor en otros fines. Claro que es muy difícil alcanzar la voluntad que se necesita pues si hay un sector de la economía que esté infiltrado por la clase política es este precisamente, el negocio del transporte urbano.
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