Guaitarilla y Cajamarca son dos parajes de esa Colombia olvidada que jamás se menciona en los medios de comunicación. Colombia está en guerra, no es propiamente una guerra civil pero sí es una confrontación irregular en casi todo el territorio nacional, entre varios actores armados que se disputan el control. De un lado, las fuerzas del Estado legítimamente constituidas; del otro, las guerrillas, los paramilitares, los narcotraficantes y la delincuencia común mejor organizada del mundo. En medio, con un alto grado de indefensión, está la ciudadanía buena y pacífica, expuesta a ser blanco de los violentos aún a pesar del esfuerzo extraordinario del Ejército, la Policía y los otros organismos de seguridad del Estado. Pero es más triste cuando la población es víctima de los mismos fusiles que deben defenderlos o cuando fuerzas hermanas se disparan entre sí como sucedió en los lugares arriba mencionados.
En el presente Gobierno se pasó de estar a la defensiva en la guerra a tomar la iniciativa y recuperar el control de todo el país. Había santuarios impenetrables y las carreteras, en toda su extensión, eran territorio de nadie. No sólo se acabó con el concepto de ‘acuartelamiento de tropas’ sacándolas a patrullar, sino que se fortaleció el aparato militar no ya para aguantar sino para doblegar al enemigo y, por tanto, se pasó a castigar la omisión y a premiar la acción, y como bien lo sabe todo Ejército que tenga la sartén por el mango, se incrementó el riesgo de sucumbir por ‘fuego amigo’ y de cometer ‘daños colaterales’.
En Guaitarilla, lo grave no es que un comando de soldados haya dado de baja a siete policías y los cuatro civiles que los acompañaban. Eso puede suceder en cualquier momento por errores de coordinación o de apreciación. Lo grave es que lo poco que se conoce del hecho da pie para sospechar que uno de los grupos enfrentados, o ambos, se hallaban delinquiendo. Se cree que policías y soldados se pelearon por un embarque de cocaína. Otra de las versiones —peor tal vez— es que los policías eran colaboradores de un grupo de paramilitares y otra más, que estaban involucrados en un secuestro.
Sin embargo, y a pesar de que al Ejército se le están exigiendo resultados, no queda claro por qué los soldados abrieron fuego a mansalva, sin preguntar o identificar al grupo de policías que se movilizaba en dos vehículos sin distintivo alguno. Queda en evidencia o que ellos esperaban esos automóviles para abrir fuego contra unos supuestos delincuentes o que policías y soldados se citaron en ese sitio y estos últimos, tras dar cuenta de aquellos, quisieron hacerlo parecer como un accidente de guerra, en contra de las pruebas que demuestran que varios agentes de policía fueron rematados a poca distancia.
«¿Los soldados le tiran a cualquiera sin comprobar su identidad?», se preguntaba todo el país cuando ocurrió lo de Cajamarca, el domingo 11 de abril. Cuatro campesinos se desplazaban en horas de la madrugada con el objetivo de llevar un bebé enfermo a un hospital. La tropa estaba informada, por investigaciones de los organismos de inteligencia, de que en esa área habría movilización de guerrilleros en la noche y una vez vieron aparecer los campesinos, tras un grito de «alto» al que los lugareños decidieron huir, abrieron fuego.
En la oscuridad los soldados no podían determinar si eran civiles o guerrilleros a menos que tuvieran equipos de visión nocturna. Si no los tenían, cuatro bultos —el quinto iba en brazos de su madre—, no hacen una amenazadora columna guerrillera como para abrir fuego. Si los tenían, y aunque se sabe que los bandidos se visten de paisano para camuflarse entre la población civil, no debieron disparar contra quienes semejaban ser campesinos. Es decir, un soldado ni debe disparar contra un bulto sin estar absolutamente seguro de que es un enemigo ni, mucho menos, contra quien va vestido de paisano. Eso, precisamente, le hizo perder a las Autodefensas gran parte del apoyo que tenían: el matar campesinos por mera sospecha.
Es muy difícil justificar cualquiera de estos dos casos, sobre todo el último. Los soldados también sienten temor por su vida y es muy fácil juzgar desde un escritorio; en la guerra es la vida propia o la del otro y muchos soldados prefieren apresurarse que volverse un mártir cuyo nombre sólo recuerda una familia amargada. Pese a todo, ello no puede echar para atrás las políticas de seguridad del Gobierno Nacional; más bien trabajar por la profesionalización de las Fuerzas Armadas y la depuración de manzanas podridas. Lástima sí que esto ponga en dudas las atribuciones de policía judicial que se le quieren dar al Ejército a través del Estatuto Antiterrorista que está en reglamentación en el Congreso. Sin éstas se pierden unas herramientas para ganar la guerra pero con ellas o sin ellas, con soldados profesionales o sin ellos, con manzanas podridas o sin ellas, habrá más muertos por errores militares mientras exista una guerra en nuestro país. Así es la guerra.
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