Si algún fin tiene el ganar la guerra en Colombia es, básicamente, el de democratizar la vida nacional, contrario a lo que proclama el Partido Comunista Colombiano —claramente un ala política de las Farc— en una declaración que tenía el fin de torpedear la gira de Álvaro Uribe Vélez por Europa. Lo más antidemocrático sería dejar el país en manos de un proyecto totalitario que ha demostrado hasta la saciedad su vocación para arrasar todo a su paso, desconociendo todas las normas internacionales sobre el desarrollo de conflictos. Lo único que no es democrático es permitir la marcha de unos terroristas que atacan por igual a los ricos del club El Nogal que a los miserables habitantes de un caserío perdido en la selva como Bojayá.
Pero también es cierto que para democratizar el país y quitarle a las izquierdas esos discursitos con los que quieren seguir justificando su lucha armada es necesario atacar seriamente la desigualdad social. Las cifras presentadas por el Banco Mundial son sintomáticas del malestar que padecemos y deberían ser vistas como un asunto estratégico íntimamente ligado al tema de la confrontación armada puesto que la equidad social no es una cuestión que atañe únicamente al crecimiento económico sino que tiene una evidente relación con la orientación que se pretenda dar a la política en general, de corto, mediano y largo plazo.
Si para algo han servido aquí los horrores de la guerra ha sido para entender que es imposible el desarrollo y el bienestar de unos pocos en medio del malestar y el desasosiego de muchos. Por supuesto que ese postulado aún no se ha llevado a la práctica para superar la etapa teórica y, por ende, lejos se está de que por esa vía se logren avances que conduzcan a la pacificación del país y a un futuro bienestar donde los colombianos se mueran de vejez y aburrición. Colombia no se parece en nada a la Europa de la posguerra donde se trabajaba por la comida. Aquí reina el egoísmo, la mezquindad y la codicia en todos los niveles de la sociedad. Desde el alto ejecutivo de una empresa oficial —Mauricio Mesa Londoño, presidente de Colombia Móvil— que se auto impone un sueldo estrambótico de 46 millones de pesos mensuales (casi el triple de lo que se gana el Presidente de la República) más una serie de gabelas inauditas como una bonificación anual de más de 300 millones por cumplir bien con su trabajo hasta el taxista o el busero que trabajan 16 ó 18 horas diarias en vez de permitir que otro pueda trabajar una jornada laboral. O los que se hacen pensionar con 40 años de edad con jugosas mesadas y aún así se consiguen un puesto para devengar todavía más.
Pero si la competencia de nuestra sociedad por acumular capital es asunto donde intervienen factores socioculturales que provocan un individualismo desenfrenado también es cierto que el Estado se ha quedado corto en la ejecución de políticas que permitan revertir esta situación. Por ejemplo, el informe del Banco Mundial es preciso al señalar que la falta de educación es uno de los principales detonantes de tanta desigualdad y debido a ella, como es lógico, los ricos reproducen hijos ricos y los pobres se multiplican en más pobres. Además, como se sabe, las clases altas y medias suelen tener pocos hijos —a veces menos de los que podrían educar— mientras que los pobres tienen más hijos de los que pueden atender con sus escasos recursos. En ese sentido, el Estado ha sido mediocre para aumentar la cobertura educativa en niveles medio, técnico y universitario; y se ha quedado muy corto en medidas de control natal, materia en la que se ha retrocedido treinta años.
El Banco Mundial propone cobrar mayores impuestos a la propiedad para disminuir la brecha entre ricos y pobres, cosa a la que se han opuesto sucesivamente, todos los gobiernos —incluido el actual— desde que César Gaviria abolió el impuesto a la tierra. El impuesto de renta es otra medida que debe fortalecerse pues se calcula que en Colombia deberían pagarlo (declarar) dos millones de personas naturales pero sólo lo hace medio millón. La reforma agraria tampoco ha sido positiva en Colombia y menos lo será ahora cuando —a decir del ex presidente López Michelsen— la tierra por sí sola no es competitiva sin el recurso de los transgénicos y otros avances biotecnológicos. Qué decir del crédito, siempre en manos de grandes empresarios mientras que las microempresas adolecen de capital de trabajo.
Los colombianos tuvimos entre las manos la oportunidad de cambiar uno de los aspectos más aberrantes de la desigualdad socioeconómica de nuestro país: mientras el 70 por ciento de las pensiones quedan en manos del 20 por ciento de los pensionados más ricos, menos del 1 por ciento de los recursos se destinan al 20 por ciento de los jubilados más pobres. En el referendo se proponía un tope a las pensiones astronómicas de los funcionarios públicos y fueron las izquierdas, los que más reclaman igualdad, quienes torpedearon esa propuesta. Al fin y al cabo, somos colombianos y no nos importa más nada que salvar el propio pellejo. Decía Gaitán: «El pueblo no reclama igualdad retórica ante la ley sino igualdad real ante la vida».
Publicado en el periódico La Prensa Libre de San José (Costa Rica), el 24 de febrero de 2004 (http://www.prensalibre.co.cr/).
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