Colombia es un país sin memoria y sin asombro. Casi nadie recuerda la triste historia del niño Johan Stiven Rodríguez, de seis años, secuestrado en Bogotá el 8 de enero del 2000 por un vecino y amigo de la familia, la más pudiente de un barrio pobre del sur de la ciudad. El niño fue asesinado ese mismo día porque conocía a sus secuestradores, pero éstos mantuvieron sus exigencias económicas hasta que fueron capturados por la Policía y se descubrió que el cadáver yacía enterrado en el solar del vecino, a unos pasos de la destrozada familia.
El caso es muy similar al consumado la semana anterior con el niño Cleiver Hoyos, quien tras ser secuestrado el 9 de noviembre en el municipio de Marinilla (Antioquia), por una banda de criminales que trabaja para el ELN, fue asesinado a sangre fría, demasiado fría, después de obligarlo a grabar varios mensajes de voz donde el niño aseguraba que era diciembre, que ya casi era Navidad. La misma banda había secuestrado y asesinado tres meses atrás a un estudiante de Medicina, por cuya «liberación» seguían negociando con sus familiares. Igual sucedió con el secuestro y asesinato de la jovencita de origen panameño Daniela McLaughlin, asesinada a puñaladas por orden de alias Romaña, uno de las más sanguinarios comandantes de las Farc.
El secuestro es un crimen abominable que no tiene la más mínima justificación, y mucho más grave si se trata de un menor de edad, un anciano o una persona en franca indefensión. A reglón seguido hay otros agravantes: el maltrato físico y/o psicológico en cautiverio; el maltrato psicológico a los familiares; la prolongación innecesaria del rapto, etc. Constituye una violación macabra de los Derechos Humanos a pesar de que los activistas de éstos guarden silencio siempre que un caso similar se ventila en la prensa: la privación de la libertad, la incomunicación con sus parientes; las indignas condiciones de reclusión; el tratamiento como mercancía; el chantaje moral y material; y, en no pocas ocasiones, la ejecución extrajudicial y la desaparición forzosa en que termina el caso, sin el menor derecho a la cristiana sepultura.
Pero la premeditación, la alevosía mostrada por los criminales de un niño pobre al que, para mantener viva la negociación, le hacen un libreto que apenas logra balbucear ante una grabadora, a sabiendas de que estaba leyendo su sentencia —porque Cleiver no era ningún bobo y los niños ven esto a diario en la televisión—, es un agravante mayúsculo que demuestra la necesidad de revivir el debate sobre cadena perpetua y pena de muerte en Colombia.
No hay base religiosa, ética, filosófica, moral o de otra naturaleza que impida plantear como castigo justo la muerte de quince personas capturadas de las que no cabe ninguna duda de que hacen parte de la banda de criminales que asesinaron a este niño de manera atroz, bestial, salvaje y monstruosa. Tan sólo la cadena perpetua podría ser una alternativa a pesar de no tener cárceles suficientemente seguras y de la aberración de sostener de por vida a estos monstruos con dineros públicos. Pero nada más aberrante que el sistema actual en el que recibirían unos 40 años de pena susceptibles de rebaja de la tercera parte (13 años) por trabajo y estudio; y de los 27 restantes podrían tener beneficio de excarcelación al cumplir las tres quintas partes, o sea, ¡libres en 16 años estos dementes!
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