Podríamos remontarnos en la historia de Colombia hablando sólo de secuestros y de indiferencia porque, a juicio de muchos, los secuestrados tan sólo son malditos ricos o políticos corruptos, o las dos cosas.

En México y Argentina la gente anda asustada, escandalizada y molesta con los altos índices delincuenciales que hay por estos días en esos países, y principalmente con el fenómeno creciente del secuestro. Lo han rechazado en sendas manifestaciones multitudinarias y han exigido el endurecimiento de las penas pidiendo que se estudie la cadena perpetua y la pena de muerte. Todo eso avergüenza. Pero la vergüenza no es porque exista una execrable realidad allá sino por la de acá, tanto por nuestra industria secuestradora como por nuestra industriosa indiferencia. México y Argentina apenas están pasando por una etapa que vivió Colombia hace veinte años y que se volvió un problema  crónico por indiferencia social.

Un recuento superficial demuestra que vivimos un padecimiento que no tiene parangón en el mundo entero: el padre del actual presidente fue asesinado por  las Farc por resistirse a un secuestro en 1983; el actual vicepresidente, Pacho Santos,  fue secuestrado por el Cartel de Medellín en 1990; el ex presidente Pastrana fue secuestrado por Pablo Escobar en 1987; un hermano del ex presidente Gaviria fue secuestrado en 1996 y devuelto en una operación digna de una película de Hollywood donde intervinieron desde Fidel Castro hasta la mafia de Cali; la hija del ex presidente Turbay, Diana, y la hermana del cerebro gris del gobierno de Barco, Germán Montoya —de quien se dice que era el verdadero presidente—, Marina, murieron en la misma ola de secuestros que ordenó el jefe del Cartel de Medellín y de la que salió vivo Pachito. La ministra de Educación, la de ahora, Cecilia Vélez, ha enterrado tres familiares secuestrados y asesinados por las Farc: su madre y dos hermanos; el último hace apenas dos semanas, después de un cautiverio de tres años y dos pagos.

Y así. Podríamos irnos hacia atrás, hasta mediados del siglo 20, hablando sólo de secuestros y de indiferencia porque, a juicio de muchos, los secuestrados tan sólo son malditos ricos o políticos corruptos, o las dos cosas. Entonces, que sufran. Y si hay secuestros es porque ellos mismos han  contribuido a crear una sociedad de grandes contrastes económicos y sin valores, donde el único valor respetado es la riqueza. Nada más vale. Eso es lo que dicen. Puede que sea cierto pero la bola de nieve hizo desbordar el fenómeno y hoy nos afecta a todos. Un tendero de barrio o un taxista ya despiertan apetitos entre los delincuentes. Quien tenga un vehículo, una casa o cualquier otra propiedad es una víctima potencial. Si bien aún prevalecen los secuestros de ganaderos, industriales y comerciantes, ya nadie está seguro.

Vivimos en un país en el que cada cual marcha por su lado y le importa muy poco el bienestar de los demás. Hay personas adineradas y empresas que prepagan los secuestros mediante una cuota anual generalmente ante las Farc, y los 200 millones que paga cada secuestrado, en promedio, no le garantizan su libertad pues muchos de los secuestrados son asesinados en cautiverio, pero sí se convierten en la cuota inicial del secuestro de otro colombiano. Las familias de los políticos secuestrados exigen el intercambio humanitario para recuperar a sus seres queridos pero poco o nada les interesa los que están secuestrados por razones económicas ni los que lo estarán en el futuro.

Hace años se intentó prohibir el pago de secuestros ante la impotencia del Estado para mitigar el delito. La Corte Constitucional derogó la medida con el argumento de que no se podía terminar castigando a las familias por rescatar a sus seres queridos, que un ser humano estaba obligado a hacer todo lo posible por recuperar a los suyos y no podía maniatárseles. Entonces, ¿cuál es la alternativa? Hay muchas, pero tal vez la primera medida ha de ser el repudio total y continuado como en Argentina y México, que nos enrostra lo que hemos sospechado muchas veces, que somos un país pero no una nación; es decir, ese territorio habitado por un pueblo que comparte intereses, tradiciones y costumbres, y que se solidariza ante el dolor de sus iguales.

Publicado en el periódico El Mundo de Medellín, el 22 de julio de 2004 (http://www.elmundo.com/).

Posted by Saúl Hernández

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