Escribir esto aprovechando los momentos de efervescencia y calor habría conducido invariablemente a exigir que se legalice la pena de muerte como castigo supremo en Colombia, pero la rabia que produce la violencia es desdeñada por los pacifistas a ultranza para argüir en contra de ese castigo con los más diversos argumentos pero casi siempre acudiendo al ardid religioso: «el único que puede quitar la vida es Dios».
Ante quienes piensan así es imposible recurrir al argumento del mal menor, es decir, prescindir de la existencia de un individuo violento es un mal menor para la sociedad que permitir que ese sujeto ocasione tragedias irreparables, a veces en número inaudito como las 200 víctimas —niños violados y asesinados— de Luis Alfredo Garavito. Ahí reaparece el credo católico: que el sufrimiento acerca al cielo, no importa ni siquiera que el papa Juan Pablo II haya tratado de desmitificar esas creencias aseverando que no existe el cielo, ni el infierno, ni el purgatorio, sino que son «estados del alma».
Cuando un sujeto de 18 años ingresa a una unidad residencial y asesina a su ex novia de 14 años y a otra mujer de 27, además de intentar lo mismo con la madre de la menor y con otro jovencito de 15 años, a quienes hiere gravemente, no puede caber otra condena que extirparlo de la sociedad. Igual sucede cuando un joven que intenta robarse un automóvil asesta varios disparos hacia la residencia de las víctimas y asesina a un niño de 4 años. El denominador común de estos dos casos, ocurridos recientemente en Medellín, es que la Policía debió intervenir no para evitar los delitos sino para impedir el linchamiento de los asesinos.
¿Y por qué recurre la gente a cobrar justicia por mano propia? Pues por la desconfianza en un sistema judicial corruptible y blandengue, implacable castigador de inocentes y ladronzuelos ingenuos mientras los delincuentes más peligrosos pagan condenas ridículas con todos los beneficios. La dificultad de capturar a los delincuentes y demostrar su culpa es el detonante de la impunidad rampante que ha persistido por más de tres décadas en Colombia, pero en casos como los descritos la captura no será de mucha ayuda pues el ladrón de autos es menor de edad y la ley vigente lo considera «inimputable», mientras que el otro asesino seguramente alegará motivos pasionales y haber actuado «bajo intensa ira y profundo dolor», como se dice en el argot de los abogados, por la denuncia que su ex novia formuló ante las autoridades señalándolo como expendedor de narcóticos.
Con esos cuentos chinos no sería de extrañar que nuestros jueces lo declaren inocente o le impongan una pena irrisoria de menos de diez años, con derecho a que le rebajen un tercio de pena por trabajo o estudio, y que goce de libertad antes de cuatro años por tres quintas partes de pena cumplida y por apreciación de buena conducta que con harta facilidad otorgan los jueces oficiando que estos maleantes se han portado bien tras las rejas y se encuentran completamente rehabilitados para convivir en sociedad.
Y así, por evitar la pena de muerte, la cadena perpetua, las reclusiones inviolables como la isla prisión Gorgona, las condenas severas, nos estamos abocando todos a paliar el dolor a través de la venganza. Es por esa desconfianza hacia nuestra débil justicia que numerosas familias se manchan las manos con la sangre de los asesinos a través de retaliaciones que envilecen el espíritu de personas que antes eran rectas pero que no están dispuestas a permitir que el vacío provocado por la violencia sea mayormente socavado por la burla de una justicia de papel que camina por un sendero muy distinto al que exigen las circunstancias y los dolidos ciudadanos que no se resignan a que las cosas sigan en el caos en que están.
Estamos sumidos, desde tiempos coloniales, en una cultura proclive al delito pero lo peor de todo es que la legislación toda y nuestro aparato judicial, no sólo están inmersos en ese mismo charco sino que pretenden fomentarlo. Por eso da risa que la gente crea que la paz vendrá cuando se desmovilicen los grupos armados irregulares: 50 mil matones regados por todas partes, sin Dios ni Ley.
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