La comunidad internacional debería darse cuenta de que es justo algún beneficio para quienes se desmovilizan por su propia voluntad.

Justo antes de que el bloque de países cooperantes (G-24) se reuniera en Cartagena para decidir su apoyo político y financiero a la desmovilización de los grupos paramilitares en Colombia, organizaciones de derechos humanos como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, y periódicos como el New York Times y el Chicago Tribune,  recomendaron  a los países ‘amigos’ no entregar un centavo de ayuda mientras no exista una ley que garantice los estándares de justicia que los activistas de esas organizaciones consideran razonables.

Sin embargo, la desmovilización de los grupos paramilitares no puede ni debe convertirse en un asunto ideológico. Durante los diálogos del Caguán nadie habló de Verdad, Justicia y Reparación. Una vez, Human Rights Watch emitió algún comunicado en el que fríamente reconocía los excesos de las Farc en la zona de distensión pero de ahí no pasó. Por el contrario, a todas las organizaciones conformadas por marxistas les pareció apenas natural que la administración Pastrana gestionara con las Farc una ley de borrón y cuenta nueva y una propuesta de cogobierno que muchos hoy no entienden cómo la guerrilla osó despreciar.

Por fortuna los tiempos cambian y los gobiernos también. El mundo se ha transformado de un día para otro (¿septiembre 11?) y con Uribe otro es el cantar. Desmovilizar las llamadas Autodefensas es un paso esencial en la pacificación del país.  Aquí hay la convicción de que el paramilitarismo ha sido un remedio amargo que sólo ha enrarecido un ambiente ya mórbido; más bien un veneno que un antídoto, contaminado por el maligno poder del narcotráfico, que ha sembrado de terror los campos, ha deshonrado brillantes carreras militares y ha mancillado el honor de la Nación.

Pero no se nos olvide que, en principio, las autodefensas llenaron un vacío de Estado por el que debería buscarse culpables río arriba, entre la clase política desde el gobierno de Betancur (1982-86) hasta el de Pastrana (1998-2002), porque la pusilanimidad también se castiga y fueron muchos los que cedieron su responsabilidad ante las criticas que la izquierda hizo del Estatuto de Seguridad que implementó Turbay (1978-1982). Las consecuencias nefandas a que llegaron los grupos de autodefensa son apenas una muestra más de la descomposición moral del país: las masacres indiscriminadas, los asesinatos por sospecha, el desplazamiento forzado de campesinos, la expropiación de tierras, la venta de ‘franquicias’ a reconocidos narcotraficantes, etc.

Los líderes paramilitares —hoy divididos en narco-contraguerrilleros y narcotraficantes a secas— tienen suficientes crímenes como para pagar diez cadenas perpetuas pero una desmovilización precisamente consiste en arropar unos individuos que estando por fuera de la Ley manifiestan su disposición de acogerse a ésta a cambio de unos beneficios; en concreto, que sean tratados con indulgencia. Bien dice Monseñor Pedro Rubiano, presidente de la Conferencia Episcopal Colombiana, que nadie se entrega para pasar el resto de la vida en la cárcel. Pero algo más importante: creer que la guerrilla es indultable por su sustrato político mientras se atribuye a su antagonista una esencia netamente delictiva es un sofisma.

Si bien en el fondo todos los colombianos consideramos justo que quienes han cometido tan graves crímenes —‘paras’ y guerrilleros por igual— se pudran en las cárceles, esta es una salida poco viable, irreal. Quien empuña un arma y tiene poder en un territorio, por pequeño que sea, no aceptará nunca una rendición de esa naturaleza. Ahora, ¿cuál es la dosis de justicia que se les debe aplicar? Podría decirse que ello depende de tres cosas: la cantidad de justicia (años) que a ellos los motive a dejar las armas; segundo, la que al Estado le parezca una contraprestación ideal para no tener que vencerlos militarmente y; por último, la dosis que aunada al cesamiento de la guerra, haga sentir al conjunto social el alivio de la problemática y una reparación tal que la dignidad general no se considere humillada.

Los jefes paramilitares, con una miopía absoluta, no quieren cárcel; dice Salvatore Mancuso que ellos son más útiles en la calle, al servicio del movimiento político que piensan implementar, pero eso no es aceptable. Es a ellos a quienes más les conviene purgar penas modélicas para que en veinte o treinta años no los estén pidiendo de cortes internacionales o sean detenidos en otro país. Lo planteado por el Gobierno y un grupo de congresistas es lo que nos conviene a todos: mínimo cinco años de prisión efectiva, máximo diez, aunado esto a la confesión total y a diversos mecanismos de reparación a las víctimas.

Deberían darse cuenta los jefes paramilitares que eso es lo que paga un desempleado por robarse una lata de leche en polvo en un supermercado. El argumento de que ellos libraron a regiones enteras de la ‘peste’ —por lo que muchos abogan hasta condecoraciones para estos señores— tendría alguna validez si no se hubieran cometido tantos excesos y se notara un tris de altruismo en la organización en vez de esa desmedida ambición que los ha llevado a tomarse por la fuerza más de seis millones de hectáreas de tierras productivas que, de ningún modo, pueden excluirse de la aplicación futura de la Ley de Extinción de Dominio.

Pero debería darse cuenta también, la comunidad internacional, que es justo algún beneficio para quienes se desmovilizan por propia voluntad y que será imposible la paz con un látigo que distinga entre doctrinas: este tratamiento debe ser el mismo para las guerrillas cuando decidan reinsertarse a la vida civil.

Mientras Chávez, en Venezuela, quiere convertir desempleados en soldados, en Colombia será al contrario: los soldados de los grupos irregulares serán desempleados que no se van a conformar con vender frutas en una esquina, y a los críticos del proceso sólo les importa el castigo con el látigo que señale la izquierda.

Publicado en el periódico El Mundo de Medellín, el 14 de febrero de 2005 (www.elmundo.com).

Posted by Saúl Hernández

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