Colombia se ha ido convirtiendo en un país de indeseables. Así como en el exterior somos mal vistos y maltratados en aeropuertos al mostrar nuestro pasaporte —no se salva ni la Canciller—, dentro de nuestras fronteras hay un verdadero ‘apartheid’ cada vez más explícito como denigrante; la mayoría desprecia a quienes tienen por debajo en la escala social y se sienten amenazados por lo emergente, pero lo peor es que hay una discriminación generalizada en contra de ciertos grupos sociales que son vistos como un estorbo y para quienes no hay soluciones satisfactorias por parte del Estado ni se ve una posición altruista de parte de la sociedad civil.
Los indigentes, los desplazados por el conflicto armado, los vendedores ambulantes, los reinsertados que provienen de grupos al margen de la ley, las prostitutas y los indígenas, entre otros, son indeseables, repudiados por todo el conjunto social. Tanto al Gobierno Nacional como a los alcaldes de las grandes ciudades, donde la problemática es más visible, les compete la responsabilidad de atender a esta población, pero a su desidia se suma la insolidaridad de todos, el miedo, la intolerancia.
Se recordará que al ex alcalde de Bogotá, Antanas Mockus, lo sacaron a piedra de un barrio donde quiso instalar un albergue para niños con sida. Era de esperarse entonces que la improvisada medida del alcalde Garzón, de sacar a los indigentes de su refugio tradicional —la calle del cartucho—, provocara hasta motines, como en el barrio Suba. Los puso a deambular con sus miserias por toda la ciudad como ya lo había hecho el ex alcalde Pérez Gutiérrez en Medellín. Incluso, los han sometido a trasteos intermunicipales así lo nieguen y se den golpes de pecho simulando vergüenza. Claro que eso es un avance, hace unos años los mataban sin pensarlo mucho.
No es de negar que el rechazo hacia estas personas puede ser justificado. La gran mayoría de los indigentes son individuos consumidos por el alcohol y las drogas que tienen un comportamiento francamente antisocial que los hace ver como proscritos: carecen de correctos hábitos de aseo, suelen robar para subsistir y no pocas veces cometen delitos graves como violar o matar. Los reinsertados también causan miedo porque muchos de ellos son sociópatas capaces de cualquier cosa, y su imagen es de sujetos peligrosos y poco confiables. Algunos se han dedicado al atraco callejero y a otros delitos.
A los vendedores ambulantes no se les teme pero sí se les desprecia. Su proliferación los lleva a sobre ocupar el espacio público, limitando la movilidad de peatones y vehículos. Su actividad compite contra el comercio formal, estimula delitos como la piratería, no paga impuestos y hasta desluce las ciudades. También hay gran desprecio por los desplazados y los indígenas por pedir limosna, incrementar el caos en las ciudades y hasta por razones de estética. Hay quienes simulan ser desplazados para causar lástima, otros explotan a menores de edad fomentando la desescolarización, la prostitución infantil y la iniciación de éstos en la delincuencia. Como si todo lo anterior fuera poco, la prostitución no sólo es rechazada por asuntos de moral sino que su incursión en zonas residenciales llega a convertirse hasta en un tema de orden público.
Cada uno de estos grupos poblacionales requiere un manejo especial para redimir el impacto que su presencia genera en toda la comunidad pero lo que no nos queda bien a los demás es adquirir hábitos segregacionistas que nos impidan la sana convivencia. A lo mejor no somos racistas pero todos nos estamos tomando muy a pecho evitar que haya iglesias de otros cultos en las cercanías a nuestras casas, cárceles, prostíbulos o instalaciones gubernamentales que puedan ser blanco de atentados terroristas. Botaderos de basura, mucho menos, y ni hablar de que a nuestras puertas arrimen todos esos miserables con sus andrajos, los venteros, los desplazados, los indígenas, los reinsertados… Queremos vivir metidos en una burbuja pero eso no va a cambiar al país, para hacerlo tenemos que salir de la burbuja.
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