Tal como lo expresa el Washington Post, la comunidad internacional se ha hecho ciega y sorda a lo que pasa con Venezuela y el dictador Chávez.
En Ciencia Política se habla de guerra justa e injusta. La primera tiene como fin alcanzar la paz y se cumple en tres casos: en defensa propia, para reparar una agresión o para castigar a un culpable. Hacer la guerra justa implica también unos medios justos y la proporcionalidad de estos. No cabe duda de que la guerra contra las Farc es justa, y siempre se ha dicho que esta guerra debe hacerse contra los cabecillas y no contra los guerrilleros rasos que ningún poder de decisión tienen. El caso Granda es un episodio más de esta guerra, y tampoco hay duda de que los medios para su captura fueron justos y proporcionados porque se obró con precisión de cirujano y sin excesos, no se dañó a civiles y si no fuera por un periodista que tenía una charla con el guerrillero en una cafetería, nadie se habría percatado.
Sin embargo, vienen a decir algunos despistados que Granda no valía tanto como para armar tal ardid. También lo dice la izquierda, claro. Pero si no valiera, no tendría en Caracas una mansión con piscina, ni sería invitado permanente a los encuentros bolivarianos, ni habrían acudido funcionarios del Ministerio del Interior de Venezuela en auxilio de su mujer y su hija al aeropuerto de Caracas, ni habría emitido las Farc un comunicado exigiendo de Chávez una aclaración sobre su posición hacia los subversivos, muy similar al ultimátum de una novia ofendida. Tampoco habría sido antepuesto su nombre al de Trinidad en el saludo de año nuevo del guerrillero Alfonso Cano ni tendrían denuncias en Ecuador sobre las actividades de Granda y su esposa como traficantes de armas.
El tipo es una ficha importante aunque no tenga rango militar; pertenece a esa camada de delegados de la guerrilla que andan por el mundo oxigenando su accionar, tarea de suma importancia para esa organización. La desmedida respuesta de Chávez, entretanto, no puede tomarse como una prueba más de la importancia de Granda sino como una manera de desviar la atención con respecto a su complicidad con las Farc y como un pretexto —que le cae como anillo al dedo— para lo que viene, si la comunidad internacional lo permite: la intrusión de Venezuela —¿invasión?— en el conflicto colombiano, en auxilio de los ilegales para instalar su dictadura aquí.
Es tan legal la captura de Granda mediante el pago de una recompensa que el mismo Chávez ofreció el año anterior, gratificación a ciudadanos «venezolanos o extranjeros» que condujeran a la captura en cualquier parte del mundo de una decena de militares antichavistas que cooperaron en el golpe de Estado de abril de 2002, por lo que se les cataloga como traidores y criminales de la peor calaña, olvidando que él mismo ejecutó un sangriento pero fallido golpe contra Carlos Andrés Pérez el 4 de febrero de 1992, delito por el que Rafael Caldera lo indultó años después. Eso corresponde a un viejo principio de la izquierda en el que cualquier medio es justo si se emplea a favor e injusto si se usa en su contra.
El esfuerzo venezolano por desviar la atención del tema principal —ser santuario de terroristas— es tan evidente que cuando se capturó en ese país a José María Ballestas, guerrillero del ELN que secuestró un avión de Avianca el 12 de abril de 1999 con 46 pasajeros, gracias a la cooperación de la Policía venezolana, el mismo José Vicente Rangel calificó la acción como un secuestro y el alto Gobierno ordenó liberar al terrorista. Su extradición a Colombia se dio meses después por ser un guerrillero de mediano rango y por la presión internacional al tratarse de un aeropirata, delito execrado por todas las naciones desde que la OLP lo volvió su marca registrada. Es decir, el discurso es viejo y avala una posición clara: Venezuela apoya a los terroristas colombianos.
Tal como lo expresa el Washington Post —que no es un periódico gobiernista propiamente en E.U.—, la comunidad internacional se ha hecho ciega y sorda a lo que pasa con Venezuela y el dictador Chávez. Como si no fueran palpables sus abusos de poder para ganar las mayorías en la Asamblea Nacional y asegurarse el apoyo en las altas cortes, en la Procuraduría, en la Fiscalía, en las autoridades electorales, para manipular el Referendo, para usar a su amaño la Constitución que él mismo redactó y su ya vieja y reconocida complicidad con la guerrilla de las Farc, entre otras cosas, ahora se guarda silencio cómplice ante decisiones despóticas como la Ley Mordaza que prohíbe cualquier crítica hacia su gobierno por parte de la prensa y de los civiles, y la carrera armentista que va a emprender con la compra a Rusia de 50 aviones Mig-29, 40 helicópteros artillados y cien mil fusiles, todo apuntando a Colombia.
Y a pesar de que a muchos analistas la captura de Granda y el largo silencio de Chávez les pareció signo evidente de una ruptura entre el dictador venezolano y las Farc, las últimas declaraciones del coronel dejan en firme su amancebamiento con los subversivos, manera expedita de cristalizar su utopía ‘bolivariana’ que no es más que el sueño comunista fracasado en todo el mundo pero aún vigente en esta parte del planeta donde todo llega tarde. Basta ver que en Perú, los ex militares Antauro Humala y su hermano Ollanta, con el llamado movimiento ‘etno-caserista’, están repitiendo la historia de Venezuela. Por fortuna, hay una izquierda moderna con líderes como Lula y Lagos que demuestran que no todo está perdido.