Este año en Colombia hay un tema más importante que la reelección, el canje humanitario, las elecciones presidenciales y parlamentarias o la repetida ausencia del seleccionado de fútbol en la Copa Mundo, es el de la necesidad de combatir la violencia que se ha ensañado con los niños en nuestro país. Ya es suficientemente grave que el 55 por ciento de los embarazos no sean deseados, que del 50 por ciento de los colombianos que están bajo la línea de pobreza un buen porcentaje sean niños y que muchos de estos no tengan acceso a la educación y deban trabajar para ayudar a la manutención familiar en oficios duros y a veces indignos.
Ahora son cosa de todos los días las denuncias no por simple maltrato infantil, desnutrición, abandono o castigos un tanto desproporcionados, sino por repugnantes casos de abuso sexual y escalofriantes asesinatos cometidos de todas las formas imaginables hasta por los mismos padres o madres de las indefensas víctimas. Ya no se trata tan sólo de que los infantes sean objeto de venganzas o de secuestros para conmover aún más a las familias extorsionadas y obtener mayor lucro. Lo de ahora son crímenes sin aparente motivación explícita, verdaderos actos de crueldad que revelan el deterioro moral de las familias y la sociedad.
Seguramente, muchos de nosotros crecimos en ambientes hostiles y fuimos educados bajo preceptos rígidos, bajo la amenaza de fuertes castigos físicos que recibimos con cierta frecuencia como para no dar cabida a la rebelión. Pero eran épocas en las que primaba el amor filial y el castigo se hacía con cariño y pensando en el bien del infante, en inculcarle los valores predominantes de la época, basados en piedras angulares incontrovertibles como no robar o no matar. No se le inflingía daño a los hijos por gusto pues si la vida era tenida por sagrada, mucho más la de un niño, y más aún la de un hijo.
Lamentablemente, la transición a un Estado laico no profundizó en la ética civil necesaria para refrenar la barbarie. Es evidente la ausencia de talanqueras morales que impidan violar o matar a un hijo (o hijastro) —de cualquier sexo— con el consentimiento o la complicidad del cónyuge. No hay siquiera tabú religioso que sirva para contener estos impulsos criminales y mucho menos hay justicia humana que disuada a estos sádicos de cometer tan aberrantes y horripilantes hechos.
Entre las causas de este fenómeno están la ausencia de políticas estatales para el control natal pues está visto que la mayoría de nacimientos son indeseados. También es culpa del Estado la benignidad de las penas pues el maltrato de menores ni siquiera es un delito, a los violadores les dan casa por cárcel poniéndolos bajo el mismo techo de la víctima y para los asesinos de menores no hay agravantes a pesar del mayúsculo estado de indefensión frente a su agresor y de lo humillante para la condición humana que es el matar a un hijo propio no por piedad o por desesperación y angustia —como podría suceder— sino por simple egoísmo y brutalidad; porque el bebé llora mucho o porque no hay plata para pañales, aunque sí para tener teléfono celular, como en el caso de la madre homicida Martha Yolima Buitrago.
Está demostrado que los niños violentados se convierten en adultos agresores, de manera que estamos formando una sociedad más violenta que la que nos tocó, una generación de psicópatas. Es vergonzoso y tremendamente doloroso que estos hechos ocurran en medio de la campaña electoral y el debate se reduzca a una pelea de pueblo cuando lo mínimo que deberían prometer los diferentes partidos y candidatos es eliminar todas las rebajas de pena para agresores sexuales y asesinos de menores, con los agravantes pertinentes sobre todo si el delincuente pertenece al círculo familiar de la víctima. Pocas de estas historias tienen un final feliz como el de la Cenicienta, el síndrome de la madrastra es enemigo de nuestro futuro y las hadas madrinas debemos ser todos. ·
Publicado en el periódico El Mundo, de Medellín, el 6 de febrero de 2006
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