Fernando Londoño Hoyos – El Colombiano
Lo siento, pero yo soy así, le decía el alacrán al pobre perro que aullando de dolor se dolía del aguijón y su torpeza. Porque sabiendo que el alacrán es así, accedió a llevarlo en su lomo para pasar la quebrada de crecidas aguas. Pero fueron tantos los lamentos, los melindres y las promesas, que el pobre perro creyó en el alacrán. Pero el aguijón y la ponzoña bastaron para convencerlo de que no hay trato posible con los escorpiones y los de su clase. Pican porque pican, sencillamente porque son así.
Le estaba pasando otro tanto a nuestro Presidente. Convencido por la terna de ases que lo asedia, la de Álvaro Leyva, Fabio Valencia y Nicanor Restrepo, llegó a creer que las Farc son distintas de como han sido desde que nacieron, hace más de cuarenta largos años. Olvidó que su muerto jefe, Tirofijo, ganó ese nombre metiéndole un tiro entre las cejas al alcalde de un pueblo al que previamente había amarrado en la mitad de la plaza. Porque también hay una memoria genética en ese grupo, la de la cobardía. La misma con la que inauguraron su carrera de muerte en Inzá, donde dejaron constancia de su marxismo a ultranza y de su anticlericalismo radical asesinando ocho monjitas que le entregaban su vida a Dios en una casa de caridad. Desde entonces han sido leales a su origen, empeorado, si fuera posible, por su contaminación con el tráfico de drogas. Quién sabe de dónde salió la leyenda de que ese grupo de asesinos luchó algún día por una causa política decente. Su única causa ha sido la del odio, su única fórmula el terror, su único norte el dinero.
Como el perrito de nuestra historia, contra todo consejo el Presidente se estaba echando el alacrán encima. Pero López Michelsen y Ernesto Samper insisten tanto, directamente o por los amigos que tienen instalados en el Gabinete de Ministros o en el Congreso, que le habían hecho olvidar lo que son, lo que han sido, lo que serán siempre.
Fueron las propias Farc las que hubieron de recordárselo. Y en buen momento, que fue de todo lo único bueno, el momento, le pusieron una bomba para asesinarle dos generales, sesenta mayores que hacen curso de ascenso a tenientes coroneles y de paso algunas decenas de jóvenes universitarios o de niños del Colegio Patria. El Presidente, también transido de dolor e igualmente confundido, oye que le recuerdan: qué pena Presidente, pero somos así. Y sin embargo, ¿por qué no insistimos en lo del intercambio humanitario?
La viril e inexcusable reacción del Presidente ha recibido las críticas obligadas. Las de los mamertos descubiertos y las de los pro mamertos que quieren posar de ángeles. La señora Salud Hernández ya salió a recordarle el dolor de la madre de un secuestrado por las Farc. Dolor que compartimos y entendemos. Pero no que olvide que los jóvenes de la Universidad Nueva Granada, los niños del Colegio Patria, los mayores del Ejército, los generales, los centenares de secuestrados que la señora Hernández desprecia porque no son canjeables, los millones de colombianos que estarían a merced de los humanitariamente canjeados, no son huérfanos. Esa piedad tan selectiva y absurda se vuelve, por principio, sospechosa. Porque a fuerza de idiota hace pensar en que es perversa. Cualquiera tiene alguien que lo llore y las Farc la clave para que cese el llanto, liberando los secuestrados de su infame cautiverio.
Los Caguán-adictos han olvidado un pequeño detalle en lo del intercambio humanitario. Y es que en guerra se justifica entre presos combatientes. Jamás entre bandidos presos, juzgados de acuerdo a las reglas del Derecho Universal, contra inocentes que nada de combatientes tienen. Que Ingrid Betancourt, o Clara Rojas, o la señora de Lozada sean rehenes de guerra, no es tesis de recibo en mentes sanas. Hay que andar muy extraviado en el universo moral para sostenerla. Y hay que ser muy ingenuo, o muy torpe, para creer que el terrorismo, así sea por casualidad o conveniencia, deja de ser, como el alacrán de nuestra fábula, tal como es.