Editorial El Mundo
Hay un hecho que ha llevado a algunos críticos a dudar de la sinceridad de la confesión y el arrepentimiento de Grass.
Dos Premios Nobel de Literatura, confesos comunistas y caracterizados por su gran activismo político a favor de la izquierda y contra el imperialismo norteamericano, han ocupado en los últimos días amplios espacios en la prensa internacional por motivos que bien vale la pena comentar, pues nos remiten al tema de la responsabilidad que cabe a muchos intelectuales de alta alcurnia en los excesos y crímenes del nazismo y del comunismo, porque uno y otro extremo se tocan en crueldad y sevicia. Lo paradójico es que algunos, como es el caso del señor Grass, pasaron de servir al primero a convertirse en sus más furibundos críticos, sustituyendo una militancia por otra no menos funesta.
Hacemos un paréntesis para anotar que en ese amplio grupo podríamos diferenciar tres matices: el del autor del “Tambor de Hojalata”, un hombre que no pudo con ese pasado oculto y al fin explotó en un arrepentimiento tardío y aparentemente oportunista, según sus críticos. El representado por el dramaturgo italiano Darío Fo, sintomático de los intelectuales que se están dando cuenta de que toda la vida han servido de idiotas útiles a la extrema izquierda. Y un tercer matiz personificado en el portugués José Saramago, también Nobel de Literatura, quien representa a los que todavía parecen actuar como soldados de Stalin. Tienen en común, todos ellos, en primer lugar, su antinorteamericanismo: Grass y sus coetáneos proclamaban en el 68 que a los gringos había que juzgarlos por lo de Vietnam, como a los nazis en Nüremberg por crímenes de guerra, sin acordarse, como europeos casi todos ellos, que fue gracias a los norteamericanos como pudieron liberarse tanto de Hitler, como de Stalin. Y en segundo lugar, comparten su admiración, a veces estentórea, por la Cuba de Fidel Castro, así algunos hayan criticado en alguna ocasión, de dientes para afuera, las purgas internas de sus propios colegas disidentes.
Günter Grass decidió, a sus 78 años, revelar al periódico Frankfurter Allgemeine Zeitung que sirvió en la Waffen-SS, una organización paramilitar de las SS, conocida por su importante contribución al exterminio de los judíos durante la II Guerra Mundial. Lo sorprendente es que apenas ahora se venga a revelar como gran secreto lo que ya estaba registrado desde el fin de la guerra en un documento del Ejército norteamericano, en el que Grass, a la sazón de 18 años, figura como prisionero de guerra perteneciente a las Waffen-SS. El documento, cuyo facsímil reprodujo la prensa alemana, permaneció todos estos años en el Archivo militar de Berlín, sin que hasta ahora hubiera sido consultado por nadie. El novelista ha dicho que confesó porque no podía con la culpa, aunque en cierto modo justificó ese “error de juventud” con que “bajo el adoctrinamiento nazi no se veía a las Waffen-SS como algo repugnante, sino como un servicio de elite”.
Hay un hecho que ha llevado a algunos críticos a dudar de la sinceridad de la confesión y el arrepentimiento de Grass y a considerar que detrás de ello lo que hay es una bien planeada estrategia de marketing, pues para el 1 de septiembre estaba previsto el lanzamiento de su libro “Pelando la cebolla”, memorias sobre su niñez y juventud. Refuerza la hipótesis el anuncio de la editorial Steidl –según informa El País, de Madrid – de que lo va a poner inmediatamente a la venta en Alemania. Sea de ello lo que fuere, en el fondo pareciera tratarse del drama de una mente brillante, en la que bullen los recuerdos de quien primero pasó por las huestes nazis, luego, ya no como pecado de juventud sino con la experiencia, la madurez y la fama de escritor terminó de panegirista del comunismo y, finalmente, en el ocaso de su vida, para quedar en paz con su propia conciencia, está bregando a rectificar y con eso está abriendo un campo para que muchos intelectuales de izquierda reflexionen sobre las causas que han defendido con más vehemencia de la que empiezan a encontrar justificable al culminar su tránsito vital.
Uno que está en ese camino de rectificación, con menos espectacularidad que Grass, es Darío Fo, caso excepcional de vitalidad creativa y combatividad política a sus 80 años, quien acaba de ser derrotado como candidato de una coalición de centro izquierda a la Alcaldía de Milán. Aunque sigue definiéndose “ideológicamente un comunista”, cree que el vacío democrático que existe en su país se llena con más democracia y no con experimentos totalitarios. A propósito de Latinoamérica, aludiendo aparentemente a Chávez y a Morales, sin nombrarlos, dice que “si consiguen evitar la tentación del totalitarismo, que es la tentación que suelen tener este tipo de movimientos que llegan a degenerar en un caudillismo (…) Si lo hacen, si mantienen la democracia, me parece que su causa es bellísima”. Muy claro: “¡Qué bueno que fueran buenos!”
Interesante que estos veteranos camaradas se estén dando cuenta de que el sistema de acabar con la pobreza, la miseria y la injusticia en el mundo no es el comunismo, y sobre todo, no son los métodos de la extrema izquierda. Y que, además, el resultado del apoyo que los intelectuales le han dado a la izquierda ha sido casi siempre el mantenimiento de dictaduras como la de Fidel Castro en Cuba o la supervivencia del comandante Tirofijo y su empresa criminal en Colombia.