La dignidad de una persona, dicen, es como un jarrón que después de roto no vuelve a ser el mismo, aunque se peguen los pedazos. Eso le está pasando al Dane después de que los economistas de esquina —que antes pontificaban de fútbol— decidieron recoger con suspicacia todas las cifras que emanan de esa entidad, interpretándolas como un toque cosmético para acicalar los “magros” logros del Gobierno, y tratando las cifras oficiales con el mismo desdén que si fueran encuestas o sondeos que, a su vez, califican de manipulación mediática aunque después se ratifiquen en las urnas.
La salida del anterior director del Dane, César Caballero, se ‘entiende’ como el principio del fin de la confiabilidad de ese ente sin importar que la indelicadeza hacia su jefe, el Presidente, justificara claramente su destitución. Ahí nació la fábula de que las estadísticas oficiales se dictan desde la Casa de Nariño. Y eso ha tomado tanto vuelo que si el alcalde de Cúcuta dice que el Censo le quitó cerca de medio millón de habitantes a esa ciudad hay que creerle a él y no al Dane, así sea evidente su pretensión de obtener más recursos. El Censo arrojó datos sorprendentes como los 6,7 millones de habitantes de Bogotá cuando se decía sin dudar que tenía ocho o diez millones, o como un índice de natalidad comparable al de países europeos a pesar de que los niños y las mujeres embarazadas proliferan por todas partes. Sin embargo, son cuestiones que trascienden una conversación de tinto y cigarrillo y merecen una experticia de mayor calado.
Cualquier duda vale pero hay que ser serios y no todo el mundo lo es. Hablar de economía exige un mínimo de erudición y mucha ecuanimidad, y nada de eso se ve cuando salen las cifras de empleo, crecimiento económico o inflación. Cuando éstas desfavorecen al Gobierno, los comentaristas de esquina —amplificados por programas humorísticos de radio y televisión, y por columnistas livianos— las acogen como una verdad revelada y hasta sentencian que se quedaron cortas, que el asunto es peor. Pero cuando favorecen al Gobierno —o más bien al país—, dan por sentado que están viciadas, que son guarismos espurios, que ‘cualquiera’ —por humorista que sea— puede ver que eso no es así.
Los escépticos aprovecharon las últimas cifras del Dane sobre empleo para poner en duda el estado general de la economía y tratar de afectar la confianza. A los suspicaces —ignorantes, por demás— no les basta ver la sonrisa de Luis Carlos Villegas, en la tapa de la revista Cambio, anunciando un crecimiento del 6 por ciento. No les bastan las halagadoras cifras de crecimiento de consumo, producción industrial, construcción, recaudo de impuestos, exportaciones, inversión, sector financiero y hasta del agro. Y para desmentir la disminución del desempleo descartan las nuevas afiliaciones a las cajas de compensación, las aseguradoras de riesgo, los fondos de pensiones y las prestadoras de salud.
Hay una especie de canibalismo alrededor de algo que debería generar consensos porque hay temas con los que no se juega. Nadie puede negar lo mal que estábamos si se sopesa que el buen momento actual apenas acaricia la realidad de medio país sumido en la pobreza pero eso no es culpa del mensajero, el Dane, sino de una situación que no es nada fácil de cambiar. Acaso haya que acostumbrarse a la afirmación de Armando Montenegro de que no se volverá al desempleo de un dígito. No se olvide que Juan Manuel Santos, cuando era Ministro de Hacienda, hizo un llamado al empleo solidario —contratar jardineros, choferes, domésticas—, y a los muchachos se les insiste en el emprenderismo. Es decir, no hay que negar que la propensión a la productividad y el máximo lucro han precarizado el empleo, pero lo que no puede hacerse es politizar las cifras para acusar al Gobierno de estar haciéndolo e ignorar unos logros avalados por un escenario que es mejor hoy que hace cuatro años.
Publicado en el periódico El Tiempo, el 14 de noviembre de 2006.
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