Fernando Londoño Hoyos

Cuando un hombre tan preciso y franco en sus ideas y posiciones como Álvaro Uribe Vélez empieza a expresarse con medias palabras, y con ellas a expresar medias ideas, es porque algo muy grave se viene encima. ¿Acaso otro despeje?

El propio Presidente ha contado cómo ha venido variando su original parecer sobre el tema, siempre, por supuesto, en la búsqueda de un intercambio humanitario, que nada tiene de lo uno ni de lo otro, y acaso en la secreta esperanza de hacerse perdonar de los que lo han tratado de inhumano y radical. Siendo ese cambio visible y varias veces confesado, no queda sino preguntar hasta dónde llegará. Y para nuestra amarga duda, puede llegar hasta el mismo punto del que partimos, ilusionados y resueltos, en aquel memorable agosto de 2002.

Estos acongojados presentimientos nos han forzado el recuerdo de la tragedia que apenas estamos dejando atrás. El presidente Pastrana, lleno de buena fe, de candor y de olvido de la historia vieja y nueva, ordenó despejar cinco municipios del sur del país, que en kilómetros cuadrados equivalían a los que tienen muchos europeos. El despeje significó que se fueron las fuerzas militares y de policía, y con ellas los jueces, los fiscales y los demás servidores públicos, para que los reemplazaran guerrilleros con pistola al cinto y fusil en bandolera. Con esos territorios en sus manos, las Farc multiplicaron sus cultivos de coca, sus tratos con la mafia, sus armamentos, sus legiones desalmadas, su osadía y sus crímenes.

Fue así el melodrama del Caguán. Todas las semanas, cuando menos, nos regalaban una buena dosis de discursos revolucionarios patrocinados por la televisión estatal. No quedó mamerto, ni subversivo, ni resentido con su discurso guardado. Pero tampoco se perdieron el escenario los políticos en vía de celebridad, los empresarios en plan de figuración, los aprendices de brujo en pose genialoide. La copa estuvo para todos llena.

Mientras tanto, las Farc se tomaban los pueblos, secuestraban a discreción, se apoderaban de los campos y cercaban las ciudades. Pero todos se alimentaban con la especie de que «Tiro Fijo» no era tan malo y que «Simón Trinidad» y Cano y «Jojoy» eran en el fondo buenos muchachos a los que les había faltado algo de oportunidad y un par de almuerzos en el Gun o en el Jockey. Lo mismo que Chamberlain creyó de Hitler, aún después de que se hubiera tragado Austria y anexionado Checoslovaquia; lo mismo que Sartre y Russell y Bernard Shaw y Steinbeck pregonaban de Stalin, cuando ya estaba en lo mejor de sus purgas; lo que la nobleza europea pensaba de Danton y Saint Just y Marat y Robespierre, cuando Luis XVI estaba en el Temple, listo para la guillotina. La especie humana se equivoca siempre ante los enemigos, y siempre con las más bellas intenciones.

Pues muchas cosas parecen indicar que nos engañaremos otra vez. La mesa está servida para una nueva, fulgurante y catastrófica equivocación. Vamos a despejar Florida y Pradera, para festejar entre lágrimas el regreso a casa da 48 secuestrados, hermanos nuestros que gimen bajo la peor forma de la esclavitud humana. Y abriremos las puertas de las cárceles para que 500 guerrilleros tomen otra vez las armas, y volverán el secuestro y la muerte al Valle del Cauca, y al Cauca y al país entero; y el Pacífico estará lleno de naves con cocaína, y los campos de cultivos malditos; y otra vez la narco mafia amenazará la Nación entera y nos hundiremos en otro mar de sangre, como en la mejor época del Caguán. Raúl Reyes pronunciará discursos y concederá entrevistas, como esos a los que nos tuvo acostumbrados; la inversión se irá como vino, en el país se oirá el sálvese quien pueda y recibiremos de nuevo al señor Frühlig y a los asesores de la ONU, mientras retumba la voz triunfal de una «nueva» izquierda inspirada en el pensamiento luminoso de Hugo Chávez. Al fondo del cuadro, Nietzche, malévolo, recordará que advirtió el Eterno Retorno de las Cosas. Para allá vamos, según todo indica. ¿O tal vez no?

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