Fernando Sánchez Torres. (El Tiempo)
Aplaudo con entusiasmo la propuesta de que los profesionales graduados en las universidades públicas aporten algo de sus ingresos a su Alma Máter. Sería un acto de elemental gratitud, que, por eso, debiera ser espontáneo y no impositivo.
He sido un convencido de que los egresados de cualquier universidad -con mayor razón si lo son de una oficial- debieran ser solidarios con ella, sobre todo en los momentos de dificultades. Precisamente, las universidades públicas suelen funcionar en medio de angustias presupuestales, que les impiden desarrollar actividades importantes, como son la investigación y el bienestar institucional. En Colombia -y en cualquier otro país-, el papá Estado se ve siempre corto para atender las demandas y exigencias de sus centros de educación superior; por eso, los funcionarios correspondientes les recomiendan que busquen la manera de contribuir a su financiación, sugerencia que es interpretada como una afrenta y una intención proclive hacia la educación privada. El rechazo no tarda en expresarse: «¡El Gobierno es enemigo de la universidad pública!».
Durante mi paso por la dirección de la Universidad Nacional siempre propicié la organización de los egresados en torno de la institución. En el Primer Encuentro de Ex alumnos de la Facultad de Medicina, realizado el 20 de junio de 1983, les decía: «La Universidad y sus directivos suelen encontrarse demasiado solos en las horas de dificultades, frente a las múltiples y graves circunstancias que conspiran contra su buen nombre y contra su supervivencia. Por eso se hace necesario que todos a una le brindemos apoyo no solo espiritual, sino también presencial y material. Los ex alumnos, ciertamente, estamos llamados y obligados a ser su más sólido soporte y sus más caracterizados defensores». Demandaba yo la atención sobre la estrechez presupuestal que impedía el desarrollo cuantitativo y cualitativo de la Universidad e invocaba la gratitud para retribuir en algo lo mucho que ella nos había dado. «Un aporte económico anual -añadía-, hecho por todos y con destino específico, sería una positiva demostración de solidaridad con nuestra Alma Máter».
Como puede verse, el sentido de mi llamado era similar a lo que ahora -23 años después- se está considerando, esta vez a manera de gravamen obligatorio. Claro que el ideal -como señalé antes- hubiera sido que la expresión de gratitud se hubiera materializado en forma espontánea, lo cual nunca ocurrirá. Mi experiencia lo puede refrendar: los ex alumnos vuelven al seno materno a la espera de recibir más.
Ya surgen voces reticentes, alegando el subempleo y desempleo de algunos profesionales, situación que no es la regla. La inmensa mayoría de los egresados de los establecimientos públicos encuentran acomodo laboral con relativa facilidad y no son pocos los que escalan posiciones de privilegio en los sectores oficial y privado, siendo ellos, precisamente, los que menos recuerdan a su Universidad.
De establecerse un impuesto obligatorio -que mejor podría llamarse «retribución obligatoria»- debiera ser, si fuera posible legalmente, de carácter retroactivo, es decir que nos incluyera también a quienes hemos usufructuado los beneficios recibidos en épocas pasadas, a condición de que se haga con destino a un rubro que no incluya salarios, pues no sería raro que directivas irresponsables convirtieran esos ingresos en una bolsa para saciar la avidez, como es conocido de autos en algunas universidades, donde los magros presupuestos fueron festinados. Dado que la investigación es la dignidad de la Universidad, los dineros eventualmente venidos de los egresados deberán invertirse en laboratorios, bibliotecas, realización de proyectos, becas para profesores investigadores, en fin, para las muchas necesidades que aparejan tan exigente actividad.