Le asiste toda la razón al historiador Eduardo Posada Carbó cuando dice (en su libro La nación soñada) que los colombianos hemos caído en la peligrosa trampa de asimilar los problemas de delincuencia y violencia como aspectos propios de nuestra cultura e idiosincrasia, llegando al extremo vicioso y pernicioso de inculparnos, a nosotros mismos, de ser delincuentes de la peor laya -de asesinos para arriba- y ser un pueblo más criminal que cualquier otro del planeta. Y, por esa vía, hemos desdeñado logros importantes y todas las virtudes de nuestra democracia, puesto que hay en ello una manía autodestructiva que, por lo menos, nos ha quitado hasta el mínimo de autoestima que todo pueblo necesita para tener alguna certidumbre sobre su porvenir.

Pero lo más grave de todo es que -como dice Posada Carbó- esta sensación de podredumbre social tiene efectos paralizantes y se convierte en una profecía autocumplida por la sencilla razón de que si todos admitimos tener la culpa de lo que nos pasa, los verdaderos culpables quedan cubiertos por un manto protector y hasta pasan a convertirse en víctimas que reclaman justicia y protección, a quienes no les faltan defensores de oficio o, para el caso, abogados del diablo.

A tan grave extremo ha llegado el asunto que ha terminado por bloquear la administración de justicia, partiendo de la expedición de leyes que tienden a favorecer siempre al delincuente sin importar su impacto en la sociedad. Los defensores de ese adefesio que se llama ‘nuevo derecho’ aducen que no debe haber castigo sino ‘resocialización’, que la justicia no puede ser venganza, y con esa argucia venden la idea de que las penas de cárcel deberían ser aplicables sólo en casos ‘excepcionales’, aunque para ellos nada parece ser una excepción.

Esta triquiñuela es una teoría funcional a la subversión y la anarquía. Cuántas veces hemos oído aquello de las «causas objetivas del conflicto social y político que vive Colombia», discurso con el que algunos pretenden justificar cualquier acto de violencia con base en la pobreza, las diferencias sociales, la falta de oportunidades, la exclusión… Y valiéndose de las ‘diferencias’, materia variada y abundante, se excusa hasta la peor arbitrariedad, sustentando de paso la disposición garantista en extremo de nuestra política judicial.

Ya es un sapo muy grande el tener que tragarse la libertad de líderes guerrilleros y paramilitares en aras de la paz como para aceptar también que las sentencias a secuestradores, violadores, asesinos, ladrones y demás se impartan con flojera dizque porque es culpa de todos este caos social.

Nos vienen echando el cuento de que debemos sentir, tener y mostrar compasión por los delincuentes porque ‘eso le pasa a cualquiera’, ‘nadie está libre de pecado’, ‘hoy por ti mañana por mí’. A un delincuente pobre y patihinchado hay que disculparlo porque ‘careció de educación’; y si es un rico como esos que se van a cazar elefantes al África, hay que absolverlo porque ‘no tuvo amor en la infancia’, adquirió un complejo en la fase anal o, simplemente, porque es un reflejo de nuestra sociedad, un bandido autóctono, y la cultura hay que preservarla.

Los colombianos debemos desprendernos de esas generalizaciones injustas. No somos secuestradores, ni asesinos, ni violadores, ni narcos, ni ladrones; no todos. No tenemos por qué echarnos a cuestas la cruz de nuestros torturadores y estar perdonándolos a toda hora en busca de una catarsis colectiva que, presuntamente, nos lleve a ser una gran nación. No, señores, hay que aplicar la ley sin contemplaciones y endurecerla en todos esos casos de gran sensibilidad social como el de la violación de menores de edad.

Ya entendida la necesidad de la Seguridad Democrática, entiéndase la pertinencia de una decidida política criminal y de todo lo que nos ayude a crear una cultura de la legalidad, porque eso sí: marrulleritos sí somos, ¿o no?   ·

Publicado en el periódico El Tiempo, el 2 de octubre de 2007

Posted by Saúl Hernández

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