Yo no sé si los sobrinos del Tío Sam son simplemente descomedidos o si es que son cerrados de entendimiento. O tal vez ambas cosas. O ambas cosas y muchas otras. Y no sé si hablar mal de ellos no sea, sencillamente, hablar mal de todo el género humano; al fin y al cabo, qué tienen ellos de distinto… Sin embargo, Estados Unidos aún es un país admirable por la voluntad de sus gentes, por su orden, por su institucionalidad, por sus avances; todo eso a pesar de ser un imperio dirigido por una caterva de hipócritas que proyecta una imagen decadente, que no concuerda con la de una sociedad que obtuvo todos los premios Nobel en ciencias del año pasado.
Los gringos se creen con derecho de evaluar a todo el mundo por cosas que ellos hacen sin sonrojarse: si se trata de violación de derechos humanos, ahí tienen a su Abu Ghraib y su Guantánamo (o acaso Chiquita, Drummond y Coca-Cola); si el tema es violación de derechos laborales, ahí tienen sus empresas maquilando en países pobres en condiciones de esclavitud; si de masacres, el machete ultramoderno es el sigiloso bombardero Stealth; si de narcotráfico, son ellos los que se meten miles de toneladas métricas de coca en sus narices y son sus narcos los que se llevan el grueso de las ganancias.
Sin duda, ellos carecen de autoridad moral; su arrogancia es producto del poder del dinero y saben que el que pone la plata pone las condiciones. El que tiene plata marranea, sobre todo si uno se deja y muestra el hambre. Por eso mismo no distinguen entre amigos y enemigos y ni siquiera advierten sobre el cuidado que deben tener de sus intereses. Es decir, los gringos no son un socio confiable y no es sensato esperar hasta el fin de los tiempos a que nos arrojen un mendrugo de pan de su plato.
Nada más cuerdo que lo expresado por el vicepresidente Francisco Santos acerca de replantear relaciones con E.U. si nos niegan el TLC y la ayuda para el Plan Colombia y las Fuerzas Militares. Es una apreciación llena de lógica, que no debería sorprender a nadie. Nosotros tenemos dignidad, aunque a veces no se note, y todo tiene su límite, la taza se llena.
El desaire que recibió el Presidente de Colombia en Washington es una campanada de alerta en el sentido de que es necesario desmontar lo más pronto posible nuestra dependencia de un socio del que se pueden esperar ingratitud y menosprecio. No se trata solo de que la oposición haya dañado el ambiente o de que los demócratas desconozcan todo acto político de los republicanos y Colombia sea víctima colateral de esa confrontación. El problema es que no hay certeza alguna de que ellos se sientan corresponsables del problema de las drogas como nosotros pretendemos, y que tenemos un alto grado de inmadurez que nos lleva a esperar dádivas de todo el mundo.
Colombia tiene que destetarse si queremos mejorar nuestra reputación, nuestra honra, nuestro honor. No se puede alcanzar respetabilidad mientras subsista la tendencia a hacer tareas impuestas desde afuera y cumplir órdenes a cambio de un par de galletas. Tampoco es enriquecedor estar recibiendo regaños y sermones de terceros. Eso no mejora nuestra autoestima, sino que refuerza esa absurda mentalidad de limosneros, siempre a la espera de que nos den cualquier cosa sin importar cuánto nos pisoteen y mientras dilapidamos nuestros recursos propios en cosas sin importancia.
El fin de la alineación con los gringos no tiene que verse como algo catastrófico, sino como una oportunidad que deberíamos darnos más temprano que tarde. El problema es que dependemos muchísimo de ellos y romper esos lazos sería arduo y doloroso. A lo mejor tiene razón Chávez con aquello del olor a azufre, pues bien se les ha servido y así nos pagan, por serviles, por arrodillados, por andar mendigando visas a Disney y helicópteros viejos. En fin, no es cuestión de mamertismo, sino de dignidad. ·
Publicado en el periódico El Tiempo, el 15 de mayo de 2007
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