A esta sociedad mediatizada no podía pasarle nada peor que vivir pendiente de las encuestas, no tanto las que se refieren a candidaturas -que también tienen sus bemoles- sino las atinentes a gobernantes en ejercicio, sobre todo al Presidente. Las encuestas trivializan el ejercicio de la política, desorientan a la opinión pública, entorpecen el análisis y la crítica y ciegan al gobernante, haciéndolo confundir los objetivos y procedimientos más convenientes. Todo porque se asume que las encuestas pueden evaluar un mandato a pesar de ser un instrumento imperfecto y de que la opinión es voluble y subjetiva.
Es así como, cuando no favorecen al Gobierno, los analistas y la oposición les dan demasiada importancia a unas cifras lacónicas que carecen de exactitud y hasta se prestan a interpretaciones opuestas. Y cuando sí lo favorecen, los adeptos hacen lo mismo, motivando un pulso que estimula al gobernante a modular sus decisiones de acuerdo con la opinión de la gente. El riesgo que eso entraña es que se pasa de la acción programática de gobierno a la reacción permanente, a extraviarse en la solución de pequeñas crisis.
Las encuestas no pueden ser la brújula fundamental que oriente nuestro rumbo político porque la información que arrojan es pobre y está plagada de peligrosas generalizaciones. ¿Qué significa que la mitad de los encuestados desaprueben el manejo de la economía cuando esta pasa por su mejor momento en décadas? ¿Que están molestos por la revaluación, por el desempleo, por la inflación, por la concentración del ingreso, por el costo del combustible, por todas las anteriores? El buen desempeño de la economía, amparado en cifras verificables, evidencia una contradicción que, a pesar de todo, no es paradójica porque la opinión pública es cambiante e insatisfecha por naturaleza.
Las encuestas son tan engañosas que mientras algunos le retiran su apoyo a Uribe por no ceder al intercambio humanitario, otros dejan de hacerlo por liberar guerrilleros; nada más antagónico. De ahí que no sea sensato tomarlas muy en serio, a menos que provean datos precisos.
La oposición lleva cinco años esperando que Uribe se caiga y cada año celebran el bajonazo de rigor como el definitivo, el que marca la «tendencia». Pero el Presidente, que también vive preocupado por esos resultados, vuelve a subir sin mayor esfuerzo, así sea solo porque «sus adversarios se equivocan más que él», como dice el ex ministro Armando Benedetti. En ese marco, lo que se ha privilegiado no es un modelo sano de propuestas, deliberación y consenso, sino un pulso entre Uribe y sus antagonistas, y entre todos han convertido las encuestas en un arma.
Sin embargo, un presidente con más de 60 puntos de imagen favorable y aprobación de su gestión, después de cinco años, es un sólido bloque de granito que saldría reelegido para un tercer periodo tan fácil como lo fue para el segundo. Claro que eso no debería alegrar a nadie porque el capital político hay que gastarlo en las reformas que requiere el país, afectando ese fantasma que es la «favorabilidad».
Y por no darles el gusto de una pírrica victoria a sus opositores, el presidente Uribe podría pasar a la historia con más simpatizantes que logros definitivos, lo que generaría una grave frustración.
Lo más triste y doloroso para el país es que haya tanta gente cruzando los dedos para que Uribe se desfonde en las encuestas hasta el fondo de un barril sin fondo. Es tal la insensatez que poco les importa el hecho de que, para que eso ocurra, tendrían que suceder cosas tan graves que hasta los mismos insensatos lo lamentarían.
La realidad es que lo que no miden las encuestas, con ningún grado de precisión, es la culpa del gobernante. Pero por serlo, he ahí el paganini de que haya mucha lluvia o mucho sol, de que explote un volcán o de que maten a unos secuestrados. ·
Publicado en el periódico El Tiempo, el 24 de julio de 2007.
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