El tema del metro de Bogotá es una muestra patética del terror visceral que sentimos los colombianos —y nuestra clase dirigente— ante la idea de emprender obras públicas de gran magnitud. En consecuencia, no es extraño que tengamos un índice de kilómetros de carretera pavimentada por cada millón de habitantes inferior al de Bolivia, que es el país de menor desarrollo en Latinoamérica, y estemos a años luz de países como Estados Unidos. Nuestro índice es de 312; el de Bolivia es de 340; Honduras tiene ¡457!; México, 900; Chile, 994 y los gringos pasan de diez mil. Y nuestro atraso no es, por supuesto, sólo en el tema de carreteras sino en casi todos los asuntos que atañen a las políticas económicas y al progreso de un país.
Con el invierno particularmente cruel que hemos soportado en los últimos meses, las falencias en materia de obras públicas se hacen más notorias. Las vías se desmoronan por los precipicios arrastrando camiones y conductores o se licuan los suelos, convirtiéndose en lodazales intransitables. En toda la Costa Atlántica se hace evidente la necesidad de grandes obras que traerían mucho bienestar y progreso como son el dragado de los ríos para evitar desbordamientos y mejorar la navegación, y trabajos de contención de las aguas que comparados con los de países como Holanda serían de baja ingeniería. No se trata tanto de que allá tengan dinero y aquí no; el asunto es al revés, tienen dinero -o valga decirlo de manera más decorosa: alcanzaron el desarrollo- en gran parte gracias al bienestar conseguido al ejecutar pequeñas, medianas y gigantescas obras de ingeniería que, a su vez, han sido posibles por tener mentes abiertas, por ser perfeccionistas y ser ambiciosos.
Con el debate sobre el metro de Bogotá saltan a la luz varias falencias probablemente culturales. Sin ánimo de ser concluyente quiero señalar una especie de tipología sobre los miedos que se desatan frente a estas obras, los que sustentan los argumentos con los que se procura demostrar lo imposible o inútil de un proyecto.
En primera instancia, puede distinguirse un grupo de personas que niega la necesidad de la obra. Es el miedo al ‘elefante blanco’. En el caso del metro de Bogotá, lo representan quienes aducen que no debe olvidarse que hace apenas ocho años la gente viajaba colgada de las busetas y que ahora, con Transmilenio, el panorama es radicalmente distinto. Se rehúye a la evidencia de que TM es bueno pero no suficiente y que en todo el mundo está ampliamente probado que lo mejor es la combinación de varios sistemas como metro, tranvía, buses, etc. Este miedo es íntimamente conformista, gusta de las soluciones sencillas y baratas, y cree que todo se logra con adaptación.
Otro de los miedos típicos entre quienes se oponen a este tipo de obras está enmarcado en las malas experiencias vividas en el pasado por corrupción y mala planeación. Esto ha llevado a pensar a muchos que si una obra va a convertir millonarios recursos en presa fácil de la corrupción o que se van a despilfarrar en cosas que no son prioritarias, sería mejor entonces no hacer nada. El error en esta apreciación es evidente, es el mismo caso del marido cornudo que vende el sofá y es una trampa en la que hemos caído a menudo en el país porque la incapacidad ha estado por el lado de ponerle coto a la corrupción y reducirla a sus justas proporciones como alguna vez dijo Turbay. La corrupción siempre va a existir en algún grado, por mínimo que sea, y en política hay que ser realistas; lo inaceptable es que los recursos se manejen como en feria y que la estructura del Estado se reparta como una torta con ese mismo fin. A un par de políticos los grabaron una vez hablando de ‘miti-miti’, a un alcalde costeño lo grabaron proponiendo partir en tres un contrato, «30 para ti, 30 para mí y el resto para la obra», y en una encuesta anónima los empresarios del país reconocieron que todo contrato lleva como mínimo una mordida del 10 por ciento. Entonces, este es un miedo paralizante, pero el problema no son las obras sino la corrupción y esta sigue campante comiéndose nuestros impuestos aunque no se hagan ni aceras, por lo que es una torpeza detener el progreso con este argumento. Es lamentable que algunos expresen que no debe hacerse el metro -o un túnel, una carretera- porque se van a robar mucha plata.
Otro de los miedos viene dado por la necesidad de hacer inversión social, lo que alienta el manido argumento de que a cambio de tal obra, por necesaria y útil que sea, es mejor construir escuelitas, hospitales, viviendas de interés social, etc. Ese fue un buen argumento para que Belisario Betancur se quitara de encima el encarte de hacer el mundial de fútbol de 1986, pero de igual manera ha servido para no hacer puentes, túneles, carreteras, puertos, aeropuertos y demás, con la desventaja de que tampoco se han hecho las casitas ofrecidas a cambio. Además, esto trae el peligro de fomentar un paternalismo exagerado que es insostenible y termina convirtiendo en parásitos del resto de la sociedad a individuos que deberían ser artífices de su propio desarrollo.
Finalmente, quiero señalar el argumento de las soluciones alternativas que aparentemente hacen innecesarias las grandes obras. En este aspecto no está muy claro a qué se le teme. En el caso del metro para Bogotá, sus detractores -como el experto Ricardo Montezuma (El Tiempo, noviembre 19 de 2007)- señalan que los problemas de movilidad se pueden solucionar modernizando el transporte público tradicional y chatarrizando buses viejos, consolidando el Transmilenio, ‘pacificando’ el tránsito, racionalizando el uso del automóvil particular, optimizando la malla vial y hasta promoviendo la cultura ciudadana. Los partidarios de este tipo de soluciones oponen a toda evidencia ampliamente demostrada en todo el mundo subterfugios curiosos, jocosos, ridículos y perogrullescos; apenas les falta decir que no salgamos de la casa o pedirle a los bogotanos que desocupen Bogotá. Así, la mejor solución a los arroyos de Barranquilla es que no llueva y para las carreteras de Antioquia el remedio es no puebliar.
Sin duda, el miedo es patológico, y el que los colombianos, al parecer, le tenemos al desarrollo, es digno tema de estudio no sólo de las ciencias sociales sino de las ciencias de la salud, a ver si algún día encontramos la cura. ·
Una versión resumida de este artículo fue publicada en el periódico El Mundo, el 17 de diciembre de 2007
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