Dice el escritor Fernando Vallejo que si a Colombia le sustraemos los guerrilleros, los paramilitares, los narcotraficantes, los políticos corruptos y demás depredadores de la zoología nacional, nada se arregla porque quedamos los colombianos. Y es que la ironía del aserto radica en nuestra dificultad de reconocer la porción de culpa que a cada cual nos cabe dentro de una realidad que a menudo nos agobia y nos hacer perder la fe en nuestro futuro como nación.
Y lo peor es que ni haciendo el intento de compararnos con modelos de vida que nos seducen alcanzamos a reconocer esas fallas que nos alejan del ideal soñado y, por el contrario, tendemos a arraigar más profundamente nuestros defectos. Los colombianos solemos creer que el anhelado ideal de progreso y bienestar nos va a caer como maná del cielo, sin hacer los esfuerzos suficientes, y eso nos lleva rodando de frustración en frustración, echándoles la culpa a otros y poniendo cara de pendejos para fingir que no entendemos que la culpa es de nosotros mismos.
Vale la pena preguntarnos qué fue primero en las sociedades desarrolladas: ¿si el huevo de una idiosincrasia más responsable, comprometida, recta y juiciosa, o esa suculenta gallina de la prosperidad? Parece claro que lo primero conduce a lo segundo, no al revés. No es la riqueza la que nos puede hacer virtuosos, sino al contrario: cuando seamos probos saldremos de pobres, pero lo que no está claro es ese ‘cuándo’.
Si bien sobran los incrédulos que cuestionan cualquier señalamiento que se haga a nuestra (in)cultura como fuente esencial de nuestros problemas -acaso porque no quieren reconocer fallas que no sean atribuibles al sistema, a la oligarquía y demás-, es fácil demostrar que la práctica sistemática y extendida de buenos hábitos en una sociedad podría mejorar sustancialmente la vida de todos.
Pensemos cómo nos cambiaría la vida si fueran comunes conductas como las señaladas a continuación y muchas otras que cada quien puede formular: Ser puntuales. No orinar en la calle. No tirar basuras en cualquier parte. Usar los puentes peatonales. Utilizar los paraderos de buses. No comprar productos falsificados. No comprar contrabando. No comprar sin factura. No llenarse de hijos que no podamos educar y repitan el ciclo de pobreza. No dar limosnas en la calle. No vender el voto. No ofrecer sobornos. No pedir mordidas. No hacer serruchos. No fomentar las roscas.
No conducir con tragos. No beber en exceso en ningún caso. Respetar las normas de tránsito. No exceder peligrosamente los límites de velocidad. No ejecutar maniobras indebidas al conducir, como invadir el carril contrario. No torturar a los vecinos con fiestas ruidosas hasta el amanecer. Reciclar en la fuente. Sembrar árboles y jardines. Etcétera. Etcétera. Etcétera.
No niego que esta lista de buenos deseos parece un inventario de lujos superfluos de ciudadanos suizos, escandinavos o japoneses, ilógicas en el marco de nuestra barbarie cotidiana, pero si no somos capaces de ajustarnos a unas minucias que no implican grandes luchas, mucho menos vamos a ser capaces de darle un giro categórico a nuestro devenir. El ‘cambio’ ha sido y seguirá siendo la consigna de todos los políticos, pero esa transformación nunca, en ninguna parte, ha sido fruto de la demagogia y menos aún de las leyes, como esa manía de estar escribiendo nuevas constituciones. El ‘cambio’ no se decreta.
Más bien, la cuestión florece cuando un alto porcentaje de pobladores llega a aborrecer sus vicios y encuentra que el único camino para el cambio es practicar sin reservas el vivir noble que anhelan; y eso significa, ni más ni menos, dejar de hacer cada cual lo que se le da la gana -colombianadas que llaman-, que es por lo que Vallejo intuye que el problema somos todos y por lo que Íngrid Betancourt concluye que es necesario y urgente «cambiar el alma del pueblo colombiano». ¿Será posible algún día? ·
Publicado en el periódico El Tiempo, el 14 de octubre de 2008 (www.eltiempo.com).
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