Las divisas que envían desde el exterior miles de nacionales a sus familias en Colombia, se han convertido en un rubro de ingresos tan importante que desde hace años superan el valor de las exportaciones de productos tradicionales como el café. La ‘mano de obra’ colombiana es nuestro segundo ’producto’ de exportación, superado apenas por el petróleo: en 2007, según el Dane, las exportaciones de petróleo y sus derivados representaron un valor de 7.317 millones de dólares; las de carbón, 3.494 millones; café, 1.714 millones; y las de ferroníquel, 1.680 millones de dólares. Por su parte, las remesas rondaron los 4.500 millones de dólares (el 2,7 por ciento del PIB).
Sin embargo, no todo son cuentos de hadas, el desarrollo siempre trae sus paradojas. Resulta que de las remesas dependen cientos de miles de personas que, por cierto, se han visto muy golpeadas por la revaluación del peso, aunque ese es otro tema. Lo verdaderamente grave es que se ha detectado que una buena parte de las familias que reciben envíos de dinero desde el exterior, en vez de verse favorecidas por esta especie de oportunidad de progresar, son víctimas de una tal cantidad de males que sería más apropiado decir que la tan ansiada migración a paraísos del primer mundo es una verdadera maldición.
Una de las peores calamidades es el abandono al que quedan sometidos los hijos de esos emigrantes, que ahora son conocidos como ‘huérfanos con padres’. Generalmente, estos menores de edad quedan al cuidado de abuelos, tíos, amigos o vecinos y, a pesar de que no les falta dinero para su manutención –el que mandan cumplidamente desde el exterior–, estos jóvenes se están convirtiendo en vagos que no estudian ni trabajan, y terminan entregados a la drogadicción o convertidos, simplemente, en haraganes, en el mejor de los casos y, de cualquier forma, condenados a un futuro incierto porque sus padres concluirán su vida laboral y no en todos los casos podrán acceder a una pensión; además, en cualquier momento podrían ser deportados al endurecerse las leyes antiinmigración en medio de la creciente ola de xenofobia que bulle en los países industrializados.
Y es que es una verdadera lástima que mientras algunos compatriotas, sobre todo de extracción humilde, se rompen el lomo en países como España y Estados Unidos, desempeñando labores indeseables para la mayoría, con el fin de forjar un mejor futuro para ellos y sus familias, quienes se quedan aquí poco colaboren para recoger los frutos de ese gran sacrificio. Si el acceso a mayores ingresos no se traduce en mejores condiciones de vida –vivienda, alimentación, salud…– y en oportunidades educativas, ese espejismo del ‘sueño americano’ terminará siendo una gran pesadilla con familias disueltas y tan pobres como antes de emprender el éxodo.
Las remesas deberían servir de apalancamiento para generar mayores ingresos en las familias receptoras, disminuyendo la pobreza y asegurando un futuro próspero para un buen número de colombianos, pero esos recursos no sólo son mal destinados sino que provocan entre quienes los reciben una especie de síndrome que alienta la pereza, la vagancia, la holgazanería.
En concepto de María Paulina Restrepo, Coordinadora del Proyecto de Remesas de Comfama (El Tiempo, 2008/06/24), es muy poco el uso productivo que se la da a esos recursos en Colombia: el 68 por ciento se dedica al sostenimiento diario, el 12 por ciento se invierte en educación, el 7 por ciento en emprendimientos y sólo el 3 por ciento se dedica a la inversión en vivienda. Es decir, quienes se van al exterior consiguen ingresos que aseguran el sustento diario pero no mejoran sustancialmente las condiciones de vida de la familia ni a presente ni a futuro. Son fondos volátiles, de bolsillo, que no se dedican a formar un patrimonio material (ahorro, vivienda o negocio) ni intelectual (educación de los hijos) y, por lo tanto, ese cielo de la migración que tantos anhelan tocar con las manos es un techo falso que termina cayéndose a pedazos. ·
Publicado en el periódico El Mundo, el 4 de agosto de 2008 (www.elmundo.com).
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