En su Ensayo sobre la lucidez, José Saramago reflexiona acerca de una sociedad donde el 80 por ciento decide votar en blanco en unas elecciones sobre el supuesto de que no encuentran alternativas de cambio en las propuestas políticas -ni en las personas-. Si bien la Constitución Nacional (artículo 258) señala que «Deberá repetirse por una sola vez la votación para (…) la primera vuelta en las elecciones presidenciales, cuando los votos en blanco constituyan mayoría absoluta en relación con los votos válidos…» y que «… no podrán presentarse los mismos candidatos…», eso difícilmente tendría lugar aquí porque carecemos de esa cultura; muchos, más bien, se quedan en casa durmiendo, sumándose al abstencionismo, cosa que los políticos, según el Nobel portugués, prefieren sobre el voto en blanco, porque este último «dice una sola cosa: que lo que está proponiendo el sistema político no le está gustando al elector».
Recordé ese libro al conocer los resultados de la última encuesta de Yanhaas para La FM, en la que a la pregunta de por quién votaría si las elecciones para Presidente fueran hoy y el presidente Uribe no participara como candidato, los encuestados respondieron así: por ‘ninguno de los anteriores’ (¿o debería decirse por ‘ninguno de los siguientes’?), el 16,18 por ciento; por Sergio Fajardo, el 13,64; en blanco, el 10,42; por Vargas Lleras, el 10,24; por Andrés Felipe Arias, el 9,45; por Noemí, el 7,85; por César Gaviria, el 3,82; por Lucho Garzón, el 3,72, y por Mockus, el 3,33 por ciento.
Por supuesto que en la encuesta no están todos los que son ni son todos los que están, pero entre ‘ninguno de los anteriores’ y el voto en blanco suman casi 27 por ciento. Y claro está también que de ahí a la mayoría absoluta hay mucho trecho, y que de aquí al día de las elecciones -con Uribe o sin él- faltan muchos meses, pero lo que ello significa en medio de una atmósfera enrarecida por escándalos prefabricados y críticas desmedidas es que la gente no encuentra alternativas no ya para el cambio, como señala Saramago, sino para la continuidad, que es lo que piden las mayorías.
Todo esto ocurre, precisamente, porque el electorado no se identifica con las propuestas que están sobre la mesa, que no pasan de ser simples agresiones verbales y maniobras para armar gavillas entre facciones, que son como el agua y el aceite. Sorprende que después de seis años, la oposición siga practicando la misma estrategia cerril de apostarle al desprestigio del Primer Mandatario, y que su accionar se limite a esperar sentada -con una fe que se le abona- que la popularidad de aquel se derrumbe de un momento a otro. La oposición, en general, no sólo se dedicó a tratar temas de cocina -como dice Petro-, sino que, simplemente, renunció a hacer política, agobiada por el gigantismo del Gulliver que habita Palacio.
Y si la reelección no es buena para la democracia -aunque sí lo sea para el país-, menos bueno aún es que las fuerzas opositoras se nieguen a proponer, a plantear su visión política, aun cuando no tengan claridad en sus programas o estos se compongan de ideas que no calan entre los colombianos. Por lo menos les serían reconocidos el esfuerzo y la honestidad, y serían vistas como verdaderas alternativas de poder. No es casual que Fajardo sea el mejor posicionado cuando es el único que está dedicado a conocer los problemas del país, mientras los demás se dedican a armar conciliábulos.
Por eso es muy simplista aducir que el problema es que Uribe siente fascinación por el poder y es incapaz de renunciar a él. Más bien lo que ocurre es que sus posibles sucesores, por preparados y capaces que sean, no logran mostrarse como una opción confiable ante el electorado, y este, en su lucidez, prefiere dejar las cosas como están: según la misma encuesta, si Uribe fuera candidato obtendría el 71 por ciento de los votos. Si eso no es democracia, no sé qué será.
Publicado en el periódico El Tiempo, el 24 de junio de 2008
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