En una democracia madura, la idea de reelegir (otra vez) a un líder como Álvaro Uribe Vélez no generaría tantos resquemores. Cabe recordar que la propuesta del ex presidente López Michelsen de implementar el régimen parlamentario en Colombia, sistema en el que el primer ministro se mantiene indefinidamente en el poder mientras tenga apoyo mayoritario, tenía la intención de solventar ese asunto –el apoyo mayoritario– que es el centro del problema.
Como la primera magistratura ha solido ser -o utilizarse como- la culminación de una carrera de vanidades personales y hasta partidistas, y no un bastión de servicio abnegado por el país, que exige sacrificios mayúsculos, la reelección era asunto inusitado en Colombia. La sola golondrina que era el presidente de turno no bastaba para hacer verano, y cuando el sol le daba en las espaldas los niveles de favorabilidad y aceptación tan sólo le alcanzaban para pavonearse en cocteles y hacer pactos de gobernabilidad mientras le llegaba la hora de pasar al cuarto de san Alejo.
El caso de ahora es bien distinto y, como intuía López, ni el país nacional ni el político están preparados para manejar el ‘hueso’ de tener un ex presidente con una aceptación del 84 por ciento revoloteando por ahí. Sería muy saludable que el Presidente se gastara ese saldo de aquí al final de su mandato, pero como el mismo no es fruto de la demagogia sino de la coherencia, la dedicación, el compromiso, etc., todo lo cual se renueva día a día, va a ser muy difícil que lo pierda. A ello se suma que, más que algún tipo de desinstitucionalización, el problema que les deja Uribe a sus sucesores lo constituyen sus innegables logros, además de un estilo demoledor de 18 horas diarias, microgerencial y ubicuo, que hará de las comparaciones algo verdaderamente odioso. Esto lo digo sin fanatismos.
Una democracia madura debatiría esta cuestión sin retórica ni bochinches y plantearía alternativas sanas. El tema podría tener una de estas tres soluciones: la primera debería ser promovida por los uribistas y consiste en establecer una alianza -al estilo de la Concertación chilena- que seleccione un candidato único a la presidencia que capitalice la popularidad de Uribe y continúe, en esencia, con su programa de gobierno. Sobra decir que el líder natural de esa confederación no sería el mandatario entrante sino el saliente, quien tiene el favor popular.
La segunda sería una alternativa promovida por la oposición y consistiría en ofrecer, a cambio de no acometer la reforma del ‘articulito’, un Estatuto de Seguridad Democrática (que no nos asuste el nombre) que asegure en el futuro el combate sin ambages a violentos de toda laya y les cierre las rendijas a fementidos diálogos de paz, a darle curules a delincuentes ‘altruistas’ o a pactar constituciones con demonios que pretenden amasar las hostias.
Y, la tercera, radicaría en aceptar el trámite reeleccionista pero haciéndole una reforma al Ejecutivo que le reste el ‘todopoderío’ que asusta a algunos, como si estuviéramos bajo la égida de Chávez o Mugabe. Claro que eso iría en favor de una corporación -el Congreso-, que dista mucho de ser admirable, aunque no sobra el debate: Uribe III pero con la kriptonita colgada del cuello.
No obstante, dada nuestra inmadurez, ninguna de estas propuestas -y otras por el estilo- es viable porque todo se queda en vocinglería y pataletas. El primer caso entraña un pulso de ambiciones donde el elegido no querrá ser marioneta del jefe supremo; el segundo es como pedir que la batalla contra el marxismo cancerígeno se libre desde su propio seno, y el tercero depende de un estamento que ha sido incapaz de reformarse a sí mismo y carece de decencia. Entonces, mientras el país la tiene clara, nuestros dirigentes van a dirimir el asunto peleándose como cagones de escuela.
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Una pregunta: ¿habrán entendido las Farc que dejar morir a Íngrid es firmar su propia acta de defunción?
Publicado en el periódico El Tiempo, el 1 de abril de 2008
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