Kai Ambos es un prestigioso penalista alemán. Sus opiniones sobre la entrada en vigencia de la Corte Penal Internacional (CPI) fueron muy escuchadas durante una visita reciente a Colombia. Pero cuando criticó una medida de la Corte Suprema de Justicia (CSJ), que en su opinión podría malograr el proceso de Justicia y Paz, un magistrado auxiliar de la Corte lo acusó de estar interviniendo indebidamente en asuntos de la Justicia colombiana.
Lamentablemente, ese es el clima de intolerancia que se percibe en torno de la CSJ, en cuyo seno parece que no se estima la libertad de expresión que distingue a cualquier democracia, y que en la nuestra está consagrada en el Artículo 20 de la Carta Política. Mientras la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) señala que la libertad de expresión vive un asedio constante, en el continente americano, por parte de algunos gobiernos y del crimen organizado, en el caso colombiano es la Honorable Corte la que trata de acallar algunas voces que le resultan incómodas.
Hace unas semanas se conoció que algunos magistrados de la CSJ cometieron el desliz de señalarle a los directivos del periódico El Tiempo, el disgusto que les causaban las opiniones de José Obdulio Gaviria, Mauricio Vargas, María Isabel Rueda y Fernando Londoño Hoyos. Sin embargo, según opositores del Gobierno, el asunto no fue tan grave. La columnista María Jimena Duzán (Semana, 31/10/2009), afirma que fue El Tiempo el que invitó a los magistrados a una reunión en la que “el único momento difícil fue cuando el magistrado Socha, ya al final, dijo que él no entendía por qué a Claudia López la habían sacado por cuestionar los intereses del periódico y en cambio sí dejaban que José Obdulio les dijera de todo a los magistrados de la Corte”. Duzán confirma que sí hubo reclamos contra los otros tres columnistas, pero —concluye— que no “dejaron de ser eso, simples reclamos”.
¿Simples reclamos?
Con el mismo criterio del magistrado Socha Salamanca, el Gobierno nacional podría reclamar en casi todos los medios de comunicación del país por la presencia de comentaristas que le dicen “de todo” al Gobierno, incluyendo comentarios ofensivos y desobligantes contra los ciudadanos que lo apoyan, como la afirmación injuriosa del analista argentino Juan Gabriel Tokatlián, quien aduce que “el término ‘uribismo’ expresa una coalición de derecha, civil y armada…” (Cambio, 5/11/2009).
Por expresiones como esa, no son pocos los que consideran que la libertad de prensa en Colombia se aproxima demasiado al libertinaje, en buena parte porque el Gobierno entiende que es mejor permitir los excesos que incurrir en ominosos recortes de las libertades. Es así que el periodista francés Jaques Thomet –ex corresponsal de EFE en Colombia–, les dice a los analistas de oposición que “sólo su régimen democrático tolera, sin reaccionar, sus insultos repetidos contra el Presidente de Colombia. (…) ¡Todos ustedes serían detenidos si sus periódicos se publicaran en Francia!”.
No obstante, esos son ‘lujos’ que sólo se pueden dar las instituciones que obren abiertamente, de cara a la opinión, y la CSJ no parece estar entre estas.
Por primera vez en muchas décadas, Colombia es un país deliberante, donde se han vuelto a discutir abiertamente todos los temas. Tal avance encarna la recuperación de la democracia real, gracias a la Seguridad Democrática que ha permitido la reconquista de vastas zonas de la geografía nacional que estaban bajo control de fuerzas armadas ilegales, lo que le ha devuelto a las comunidades la soberanía de sus ideas, de sus palabras y hasta de sus reclamos.
En Colombia se había vuelto imposible expresarse en contra de los actores armados y hasta de los poderes públicos. Nunca antes los formadores de opinión habían contado con tantas libertades para ejercer su profesión como hoy; nunca antes, tampoco, habían estado tan divorciados de la opinión de las masas. Pero si algo ha garantizado el ‘Estado de Opinión’ que se ha configurado hoy en el país es el respeto por la pluralidad de opiniones y por el disenso, en particular. Los críticos del Gobierno han gozado de todas las garantías, desbordando ciertos límites que exige el decoro y que impone el Código Penal.
En contraste, tal parece que “el siglo de los jueces” se caracteriza por la intransigencia de estos hacia la crítica. Si el magistrado del Consejo Superior de la Judicatura, José Alfredo Escobar Araujo, ha sido el coco de muchos periodistas y medios de comunicación, que han sido demandados por dar a conocer su cercanía con el narcotraficante italiano Giorgio Sale —con el que también se relacionaban algunos magistrados de la CSJ—, las actitudes de los miembros de la Corte Suprema hacen presumir que una de las principales víctimas de su despotismo será la libre expresión.
Validez de las críticas a la Corte
Pero, yendo al fondo del asunto, lo que hay que debatir con cordura es si las estimaciones y razonamientos contrarios a las decisiones de la Corte son válidas o no. ¿Acaso la CSJ es víctima de críticas gratuitas, injustas o motivadas por oscuros intereses? ¿Está siendo el Alto Tribunal objeto de ataques ‘similares’ a los que recibió hace 24 años —como argumenta su presidente, Augusto Ibáñez—, cuando se produjo la toma del Palacio de Justicia? En realidad, hay razones para considerar que no existe una persecución y que las críticas son justificadas.
Es preciso afirmar que, ante las actuaciones abusivas de la Corte, la impugnación de la que son objeto algunas de sus providencias y disposiciones, por parte de la prensa o de la opinión pública, es un acto legítimo de carácter constitucional, un derecho reconocido y valorado por todas las democracias para contener las arbitrariedades.
Un breve repaso a los actos de la CSJ que han despertado más inquietudes demuestran que hay motivos de sobra para preocuparse por su desempeño y que las críticas son justas por sus excesos.
Sería imposible cerrar los ojos a los choques de trenes con otras cortes, donde la CSJ demuestra ser intransigente y autoritaria, sobre todo cuando desacata decisiones de otros tribunales como la que se tomó a favor del ex congresista Iván Díaz Mateus. Igualmente, es imposible no preocuparse ante las relaciones de magistrados con personajes de dudosa reputación; o por la persecución contra el Jefe del Estado, con casos de falsos testigos y conductas inapropiadas de magistrados auxiliares, y advertencias amenazantes con el cuento de llevar al Presidente ante la CPI; o por la falta de ecuanimidad para juzgar la farcpolítica con el mismo rasero que han usado en la parapolítica.
Como si fuera poco, inquietan los cambios en su propia jurisprudencia, que generan inseguridad jurídica; su indisposición frente a la Ley de Justicia y Paz; el manejo errático de las autorizaciones de extradición; la intimidación de políticos de la coalición de gobierno; la manera de obstaculizar el buen funcionamiento del Estado, como en su obstinada renuencia a escoger el nuevo Fiscal General; o el planteamiento de nuevas concepciones jurídicas a la luz de lo que el magistrado Ibáñez ha bautizado “el siglo de los jueces”, como esa de querer imputarles a los acusados por parapolítica los delitos de lesa humanidad que hubieren cometido los paramilitares.
Sin duda, no se trata de temas menudos sino de asuntos de largo alcance que exigen el mayor debate nacional y no pueden ser tratados solamente entre los muros del Palacio de Justicia. Menos aún cuando la Corte Suprema carece de atribuciones legales y de representatividad para tomar ciertas decisiones que la convertirían en un poder supremo en Colombia. Al parecer, los honorables magistrados se están tomando muy a pecho la sentencia del Fiscal de la CPI Luis Moreno Ocampo: «El mundo necesita jueces que se enfrenten al poder», incluso al ‘cuarto poder’. ·
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