Pongamos las cosas en perspectiva. En los 80, Medellín y su área metropolitana se fueron adentrando en un mar de violencia -de sangre, de hecho- que comenzó con ajusticiamientos entre narcotraficantes. Se mataban entre ellos y no solían meterse con la gente común. Pero eso fue cambiando. El mafioso se convirtió en un azote social. Bastaba rayarle el carro o mirarle el escote a la moza para ganarse un balazo. El sicariato se generalizó. Cualquiera pagaba para matar a otro por cualquier cosa: por un lío de faldas, por una deuda, por una materia perdida.
Y como nadie hizo nada para detener esa dinámica de violencia, Medellín alcanzó, en 1991, el tope de 6.658 homicidios, sin contar los demás municipios del valle de Aburrá. El año pasado hubo 2.186, cifra sensiblemente inferior a la del 91 si consideramos que hoy tenemos un millón de habitantes más que hace 20 años (cifras de Medicina Legal, cuyos datos científicos ofrecen una estadística más confiable que la de la Policía Nacional).
Eso, sin embargo, no le resta gravedad a la actual situación, que se asemeja a la de los 80 en el hecho de tratarse, por ahora, de una confrontación entre bandidos que se matan entre sí. Pero ello no puede ocultar que esta barbarie ha afectado gravemente a las comunidades donde se escenifica y que hay un peligro real de que esto se expanda a toda la ciudad y al resto del país, encarnado en pandillas de gánsteres organizados para controlar el negocio de las drogas y extorsionar los negocios legales, lo que truncaría el propósito inaplazable de llevar la seguridad democrática a su siguiente nivel, que es la seguridad ciudadana.
¿Qué hacer para evitar esto? Tiene razón el alcalde Salazar al pedir la intervención del Gobierno Nacional y solicitar reformas de los códigos Penal y de Procedimiento Penal, que se convirtieron hace rato en el mayor obstáculo para aplicar pronta justicia, combatir la impunidad y sentar bases para la convivencia.
No es suficiente una reforma cosmética que se quede en temas como la transformación del Consejo de la Judicatura o el fortalecimiento de la gerencia de la Rama Judicial. Todo eso es importante pero lo que la gente pide a gritos es aumentar las penas, reducir los beneficios, frenar el garantismo desmedido y crear jurisdicciones especiales para casos especiales. Quitarle a la justicia esa venda que no la deja ver, que debe ser símbolo de imparcialidad y no de impunidad e inoperancia, como aquí.
A diario, los organismos de seguridad del Estado capturan a peligrosos delincuentes que los jueces liberan con un afán que indigna. La interpretación del concepto de ‘flagrancia’ se aplica -pisoteando el espíritu de la ley en aras de preservar nuestra tradición de gramáticos- tomando al pie de la letra una acepción del diccionario de la RAE que excluye específicamente la fuga: (‘en flagrante’) «En el mismo momento de estarse cometiendo un delito, sin que el autor haya podido huir». O sea, si el asesino da un paso de huida, ya no hay flagrancia y toca pedirle el favor de que pare a tomarse una gaseosa mientras un juez le expide la orden de captura. De lo contrario, como la semana pasada, vale huevo que el criminal haya asesinado a un policía con un AK-47. Si huía, no había flagrancia, y si el policía murió en la clínica -y esto sí es el colmo-, no hay certeza para el juez de garantías de que su deceso sea producto del balazo recibido y no de una gripa. ¿Quiénes son los legisladores responsables de estos disparates?
Claro que los jueces también podrían poner de su parte, como en el caso del homicidio del juez Diego Fernando Escobar, en el que hubo inusitada diligencia para capturar, investigar, registrar la vivienda del sicario y legalizar la captura, que se dio en un bus casi una hora después del crimen.
En fin, queda mucha tela por cortar, pero un buen inicio es reformar la justicia para que no tenga excusas y haga lo que le toca.
Publicado en el periódico El Tiempo, el 31 de agosto de 2010
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