Es una verdadera lástima ver cómo los jóvenes son convertidos por la izquierda en zombis alienados que creen en dogmas absurdos y en cuanta idea peregrina se instala en las mentes de los sectores más anarquistas, como ese sofisma percudido, al que se recurre a conveniencia, acerca de la supuesta privatización de las universidades públicas y de la educación en general.

No solo no tiene nada de malo que las universidades públicas ganen dinero sino que es algo completamente justo y deseable, a menos que se crea en ese maniqueísmo barato de que “ser rico es malo” y que el sector privado es ruin por naturaleza y lo público es probo, benévolo y moral.

Si la universidad en general, y muy particularmente la universidad pública, es uno de los sectores del país que más esfuerzos dedica a la investigación en ciencia y tecnología, es perfectamente lógico que se beneficie económicamente de aquellos adelantos que le retribuyen ganancias al sector privado e incluso al público, pues el Estado también posee importantes empresas comerciales e industriales que tienen ánimo de lucro.

No hay porqué ponerle misterio, por ejemplo, a que una empresa privada contrate con una universidad pública el desarrollo de baterías para coches eléctricos y pague por ese trabajo una cifra acorde con el mercado. Además, eso acerca a la universidad al mundo real y la obliga a hacer mayores esfuerzos para mejorar la calidad. Y, por cierto, es preciso considerar que de lo que se trata es de generar mayores recursos con el concurso del sector privado, no de remplazar la financiación pública o parte de esta. Solo a mentes enfermas por prejuicios ideológicos se les ocurre equiparar esta oportunidad de fortalecer las universidades públicas con un intento de privatizarlas.

El cuento de la privatización de la educación es una ficción. No solo a ningún político serio se le ocurre proponer o llevar a la práctica esta idea sino que lo que se observa en la práctica es que nos hemos ido al otro extremo, elevando notablemente la inversión pública en educación –sobre todo en infraestructura educativa– por mera demagogia, porque eso le da notoriedad y una gran reputación a los políticos que se enfocan en ese tema.

Si en el pasado este sector fue una especie de cenicienta, hoy no hay presidente, gobernador o alcalde que no tenga entre sus principales objetivos invertir cuantiosos recursos en la materia y poder mostrar cifras, aunque estas no necesariamente garantizan obtener buenos resultados. Aun así, todos quieren construir grandes colegios y bibliotecas, tener un ciento por ciento de cobertura escolar, garantizar el aspecto nutricional de los estudiantes con comedores escolares, entregar dotación gratuita de útiles, facilitar el transporte hasta la escuela sea en buses, bicicletas, burros o canoas.

Incluso, recientemente se ha empezado a reconocer la trascendencia de la llamada estimulación temprana, la educación de los primeros años de vida, por lo que se han empezado a enfocar recursos no ya en simples y esmeradas madres comunitarias dedicadas a cuidar niños sino en ostentosas guarderías públicas como las que se están construyendo en Medellín, que las quisieran las familias de estrato seis.

Si en el pasado se decía que a los ricos no les convenía que la gente se educara, hoy este aserto ha perdido vigencia. Ya los ricos no necesitan pobres para hacer el trabajo como predicaba Marx («el trabajo de los pobres es la mina de los ricos”, citando a Bellers), para eso están las máquinas. Hoy requieren de clases medias con poder adquisitivo para ampliar el mercado y eso solo se consigue educando a las masas. Una nueva realidad versus un viejo discurso.

(Publicado en el periódico El Mundo, el 11 de abril de 2011)

Posted by Saúl Hernández

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