Algunos ciudadanos y gobiernos europeos —de países como Suecia, Noruega y Dinamarca— suelen apoyar a extremistas políticos que, en otras latitudes, llevan a cabo actos que no serían aceptados en Europa. Se trata de una especie de vasallaje solidario, que pretende mantener la violencia terrorista bien lejos de sus fronteras gracias a que, quienes la ejercen, los consideran ‘aliados’ o ‘amigos’.
Esas políticas ‘progresistas’ han llevado a estos países a una segunda fase que consiste en abrirles las puertas no solo a delincuentes reconocidos sino a inmigrantes y refugiados que profesan otras religiones, idiomas y costumbres; culturas tan distintas a las de Occidente que hasta llegan a ser incompatibles, de donde se deriva el ‘Choque de civilizaciones’ anunciado por Samuel Huntington en EE. UU.
No obstante, en Norteamérica no lo han sufrido con tanto rigor porque los inmigrantes que llegan allí, en su mayoría, persiguen el ‘american way of life’, y no están interesados en transformarlo. Si acaso, el idioma y el mayor crecimiento de la población latina, junto a ciertas costumbres que no abandonan, parecen amenazar a la civilización anglosajona, pero claramente hay una intención de copiar su cultura, no de suplantarla.
Europa, en cambio, vive una invasión islámica que no tiene contento a nadie y que viene provocando choques por todas partes. Sin duda, el problema está en el radicalismo del Islam, religión que califica como infieles a quienes no profesan su fe y que cree tener la misión de convertir a todo el mundo. Y si bien muchos musulmanes enarbolan un discurso pacifista, sus actitudes demuestran lo contrario.
Ejemplos de ello son el asesinato del director de cine holandés Theo van Gogh, muerto por hacer un documental contra el Islam, y el acoso al caricaturista danés Kurt Westergaard, autor de unas caricaturas de Mahoma que provocaron una ola de disturbios en varios países. Ni hablar de la persecución de que fue víctima el escritor Salman Rushdie, por un libro considerado blasfemo, o las amenazas y demandas contra Oriana Fallaci por sus agudas críticas.
Por eso, hoy son muchos los europeos que se sienten intimidados por la presencia de musulmanes en sus países. Y la respuesta se puede ver en el repunte —y los triunfos— de los partidos de derecha en elecciones recientes. El caso más representativo fue en Suecia, donde la derecha ganó las parlamentarias de septiembre último, después de 90 años de hegemonía socialdemócrata. Por su parte, en Francia, el Senado prohibió casi por unanimidad el uso del ‘burka’, a partir del 1º de abril, y la misma medida entró en vigor en Bélgica, desde el 23 de julio. En 2009, los suizos habían señalado el camino al ganar una dura batalla jurídico-político-religiosa que prohibió, mediante referendo, la erección de minaretes en las mezquitas.
Todo esto es una reacción a la imposición del multiculturalismo en Europa por parte de los partidos de izquierda, a quienes no les es funcional el concepto de vida de Occidente. En ese contexto es que aparece un psicópata como Anders Behring Breivik, producto de las políticas erróneas de esa izquierda que subestima las preocupaciones legítimas de los europeos así como su derecho a rechazar una integración forzada con culturas que no respetan las costumbres de quienes los acogen.
La izquierda se jacta de que el asesino sea un ultraderechista, pero omite que los jóvenes reunidos en la isla de Utoya no estaban de picnic sino en un mitin de adoctrinamiento político de las juventudes del Partido Laborista, defensoras de la causa palestina e, incluso, de las Farc.
¿Odio, xenofobia, islamofobia? Bueno, es que el multiculturalismo menosprecia, convenientemente, un antiquísimo adagio popular: “Al pueblo que fueres, haced lo que viéreis”.
(Publicado en el periódico El Mundo, el 1 de agosto de 2011)
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