México tiene 112 millones de habitantes y registró 15.273 homicidios el año anterior, casi el doble que en el 2009 y casi el triple que en el 2008, por lo que hay gran preocupación allí. Su tasa de criminalidad, por tanto, es de 13 homicidios por cada 100.000 habitantes. En Colombia -aun sin datos consolidados de Medicina Legal- se presume que la cifra de homicidios estuvo entre 15 mil y 16 mil casos, lo cual confirma una mejora sostenida, pues no hay que olvidar de dónde venimos: 28.534 en el 2002.
No obstante, como ‘apenas’ tenemos 44 millones de habitantes, si aplicamos la misma cifra de homicidios de México tendríamos una tasa de 34 crímenes por cada 100.000 habitantes en el 2010, lo que indica que nuestro problema de violencia sigue siendo muy alto; somos -cuando menos- 2,5 veces más violentos que los mexicanos. Pero la tendencia incuestionable es que ellos se están ‘colombianizando’ -sus bandidos ya son más crueles que los nuestros-, mientras en Colombia hay una propensión a superar el problema, que soporta un pesado lastre cultural.
Según la Policía Nacional, el 35 por ciento de los homicidios no son producto del conflicto armado ni de la criminalidad común u organizada, sino de la intolerancia, como cuando alguien mata a otro por orinar contra la pared de su casa. Crímenes resultantes de riñas, malquerencias y reacciones desmedidas que demuestran el perverso clima de convivencia existente en la sociedad colombiana.
En el 2010 ocurrieron unos 5.000 casos de este tipo, casi todos con la injerencia del alcohol. Sin ellos, nuestros índices de criminalidad tendrían una reducción sustancial, se ahorrarían miles de millones en asistencia hospitalaria, se reduciría la congestión judicial, mermaría el hacinamiento carcelario, y el impacto general en la economía y la sociedad sería muy positivo. Entonces, no todo es culpa del Estado (ni de la pobreza), sino de cada uno de nosotros.
Ejemplo también de muertes innecesarias y absurdas son las causadas por balas ‘perdidas’, aunque no encuadran del todo en el concepto de intolerancia; son, más bien, casos accidentales, fruto, igualmente, de taras culturales insuperadas. Y, como los colombianos solemos buscar la fiebre en las sábanas, se han tomado como prueba de que es perentorio restringir el porte y la tenencia de armas.
Si bien es cierto que los efectos del armamentismo en Colombia son funestos, dado que el 80 por ciento de los homicidios se cometen con armas de fuego, y que lo ideal es que las armas fuesen monopolio del Estado (siempre y cuando este pueda garantizar un nivel de seguridad aceptable en todo el territorio, cosa que muy pocos Estados pueden cumplir), la realidad es que cada vez que se prohíbe el porte de armas son las legales las que se ven restringidas, no las ilegales.
Según el Departamento de Control y Comercio de Armas, en el país existen 1’280.000 armas legales en manos de civiles. Pero se calcula que por cada arma legal hay cuatro ilegales. En el 2009 fueron incautadas 29.504 armas ilegales en todo el país, 80 por día. Pero eso no es nada si consideramos que representan algo así como el 0,75 por ciento de las cerca de 4’000.000 de armas ilícitas que hay en Colombia. Y solo 21.241 personas fueron judicializadas por porte ilegal de armas en los últimos cuatro años, 5.000 cada año. Esos son logros muy pobres para la dimensión del problema.
No somos el país más armado del mundo. Según Foreign Policy, en EE. UU. hay 90 armas por cada 100 habitantes. En el top 10 figuran sociedades pacíficas como Suiza, Finlandia, Suecia y Uruguay, donde hay 31 armas por cada 100. Colombia no llega ni a 20, entre legales e ilegales, pero con ellas se cometen demasiados crímenes. Sin embargo, el reto consiste en desarmar a los delincuentes y a los intolerantes, no en dejar a la ciudadanía inerme y maniatada.
(El Tiempo, enero 18 de enero de 2011)
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