No hay duda de que Colombia ha logrado progresos indiscutibles que la ponen en la senda correcta rumbo al sitial de bienestar que todos los pueblos anhelan. Pero tiene razón Andrés Oppenheimer al considerar que hay un exceso de triunfalismo que nos podría estar obnubilando, haciéndonos creer que estamos mejor de lo que estamos. Algo similar a lo que produjo -si cabe la comparación- ese 5-0 contra Argentina, que nos hizo creer que íbamos a ser campeones del mundo.

La verdad es que tanto elogio marea a cualquiera. En 10 años dejamos de ser el patito feo (nada que ver con Unasur) que clasificaba con creces en el grupo de países inviables de Foreign Policy y entramos al club de muchachas bonitas de los Civets. Newsweek nos llama ‘La nueva estrella del sur’ y The Economist, The New York Times o The Washington Post ya no les advierten a sus lectores el peligro de venir a Colombia, como hicieron por años, sino el error de no hacerlo.

Pero, a pesar de los avances, el país -y no me refiero solo al Estado- tiene tantas asignaturas pendientes que no podemos regodearnos tan solo por haber encarrilado el tren. Somos como una vieja locomotora de vapor que camina a media marcha y se resiste a evolucionar. Unos se aferran a la tabla de fletes, otros quieren seguir vendiendo leche cruda y muchos creen que el sistema pensional es viable como está, sin aumentar la edad de retiro.

Por todos lados hay indicios de cosas que no están funcionando. En educación, por ejemplo, el resultado de las últimas pruebas Pisa fue desastroso, aunque se mejoró, por lo que a algunos les pareció muy positivo. La enseñanza del inglés sigue sin ser tomada en serio y el aumento de la penetración de Internet ha sido muy útil, pero para incrementar la mediocridad y la cultura del ‘copy and paste’.

En minería se aplica el manual de cómo hacer todo mal. En los socavones no hay medidas de seguridad, la explotación de oro se ha vuelto negocio de narcos y guerrillas y las grandes minas de carbón a cielo abierto dejan una nube de contaminación de la excavación hasta el puerto. Solo en Colombia se permite arruinar una joya turística como Santa Marta llenando de polvillo las playas y el lecho del mar. Aunque para qué un turismo en el que prima esa otra minería que es la explotación sexual.

Si Santurbán fuera en Canadá, el legado, tras años de explotación, sería un idílico campo de golf atravesado por manantiales cristalinos. Aquí nos dejarán un hueco inmenso rebosado de cianuro, en medio de un paisaje desértico similar al planeta Marte. Pero no hay que ser hipócritas y callar que la minería ilegal es más dañina y que los páramos de Caldas y Cundinamarca se destruyeron sembrando papa sin que ninguna autoridad haya movido un dedo para impedirlo.

La persistente pobreza de las zonas mineras y la forma insólita en la que se esfuman las regalías sustentan la afirmación de Michael Porter: «Lo peor que le puede pasar a Colombia es que siga encontrando petróleo». O carbón, esmeraldas, oro… Es una abundancia de recursos que estimula a muchos colombianos a idear formas de apropiárselos en vez de concebir maneras de crear riqueza.

Lo mismo puede advertirse sobre el afán de desfalcar al Estado a través de demandas absurdas, con la complacencia de jueces y abogados venales. Demandan los politiqueros que estuvieron secuestrados, demandan los que voluntaria y libremente malgastaron sus recursos en pirámides y demandan hasta los contratistas que incumplen con las obras. No sería raro que los Nule terminen cobrando indemnizaciones cuantiosas como la del caso Conigravas: 82.000 millones por una carretera que en los 80 valía 690.

Y de la lentitud con la que construimos infraestructura ni hablemos. Aquí todo marcha a paso de tortuga y falta mucho para ver una senda de progreso sostenido y para todos.

(Publicado en el periódico El Tiempo, el 15  de marzo de 2011)

Posted by Saúl Hernández

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