El mundo musulmán es una sociedad premoderna. Cuando Occidente estaba en las mismas, y prevalecían las monarquías y la Iglesia, Diderot sentenció que «el hombre solo sería libre cuando el último rey fuera ahorcado con las tripas del último sacerdote». Por fortuna, la independencia de EE. UU. y la Revolución Francesa marcaron el inicio de la democracia y, tiempo después, se alcanzó una separación ideal entre Iglesia y Estado. Claro, en los países democráticos.
Precisamente, lo que buscan los pueblos árabes que se han levantado es democracia y modernidad. Pero si el efecto dominó del norte de África no alcanza para derribar las monarquías y dictaduras árabes, así como para morigerar el islam, de nada habrá servido. En ese caso, estas revueltas solo constituirán una simple manifestación de descontento natural, pero momentáneo, por parte de los pueblos que mayor apertura política y bienestar económico han tenido en esa región, pero sin cambios significativos.
Sacar a Ben Alí y a Mubarak fue apenas un primer paso. El más fácil. La semana anterior hubo nuevas protestas en Túnez para exigir celeridad en las reformas, mientras los egipcios ya están viendo que nada ganaron con dejar en el poder a Tantawi, fiel ministro de Defensa de Mubarak desde hace 20 años. Y como nadie sabe para quién trabaja, otros podrían pescar en este río revuelto, sectores extremistas que no tenían poder en esos países, lo que empeoraría las cosas.
El problema real es que no puede haber una ‘democracia islámica’ porque son conceptos que no pueden coexistir, es una idea imposible, una contradicción en los términos. Pero bien dice Joaquín Villalobos (El País, Madrid, 23-02-2011) que «el desarrollo de clases educadas, comunicadas e informadas es incompatible con el autoritarismo». Lo mismo se aplica al fanatismo religioso. Por eso, a pesar de que se cree que las revueltas se iniciaron porque los alimentos están caros, sería más esperanzador pensar que ya muchos se cansaron de que los traten como borregos que tienen prometido un paraíso lleno de huríes a cambio del martirio.
Esta es una gran oportunidad para que el pueblo musulmán abra los ojos. Y el que no se pierda puede ser tarea de Occidente, fomentando la apertura de esas sociedades para evitar que unos pocos sigan decidiendo su destino con base en dogmas religiosos inaceptables. No es posible mantener una actitud complaciente frente a doctrinas que someten a la mujer y fanatizan al hombre. Hace siglos superamos la mala hora de la Santa Inquisición como para que ahora haya que aceptar un islam que nos considera infieles que deben convertirse o morir, que quiere imponer sus burkas y sus minaretes, y que condena a muerte a quien lo critique, sean escritores, caricaturistas o cineastas, como Theo van Gogh, asesinado por sus opiniones.
De otra parte, si en principio muchos se alegraron de ver caer a un aliado de los gringos y de Israel, albergando el anhelo de que se impongan los Hermanos Musulmanes en el gobierno, hoy deben estar muy preocupados por las revueltas en Libia, donde se suponía que Gadafi era adorado por el pueblo y que los disidentes eran fácilmente aplastados. Bueno, en realidad Gadafi ha tratado de hacerlo pero ya perdió del pueblo el respeto y el miedo de morir en las calles, y la lealtad de las tropas. Lástima que la Otan (léase EE. UU. y su fatuo presidente Obama) permita una masacre de las proporciones que se han denunciado.
Para mayor bienestar de la humanidad, lo mejor es que este efecto dominó siga haciendo caer sátrapas y abriéndole paso a la democracia, porque de seguir el poder en manos de los mismos –de familias reales, de dictadores o de imanes–, sería una tragicomedia frustrante: «Cambiar todo para que nada cambie», como diría Lampedusa. Ah, y que ojalá llegue el efecto a nuestro vecindario.
(Publicado en el periódico El Tiempo, el 1 de marzo de 2011)
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